sábado, 1 de agosto de 2009

Capítulo XXIII : La Verdad

La verdad
Me dio la sensación de haber dormido mucho tiempo. A pesar de eso, tenía el cuerpo agarrotado, como si no hubiera cambiado de postura ni una sola vez en todo ese tiempo. Me costaba pensar y estaba aturdida; dentro de mi cabeza revoloteaban aún perezosamente extraños sueños de colores —sueños y pesadillas—. Eran tan vividos... Unos horribles y otros divinos, todos entremezclados en un revoltijo estrafalario. Sentía a la vez una gran impaciencia y miedo, dos componentes fundamentales de ese tipo de sueño frustrante en el que no puedes mover los pies con suficiente rapidez... Y todo estaba lleno de monstruos y fieras de ojos rojos cuyos modales refinados les hacían aún más horrendos. El sueño permanecía nítido en mi mente, tanto, que incluso podía recordar sus nombres, pero lo más fuerte, lo que percibía con mayor precisión no era el horror. Era el ángel lo que veía con claridad.
Me resultó duro dejarle ir y despertarme. Este sueño no tendría que arrojarlo a ese sótano lleno de pesadillas que me negaba a revivir. Luché con eso mientras mi mente recuperaba el estado de alerta y se concentraba en la realidad. No recordaba en qué día de la semana nos encontrábamos, pero estaba segura de que me esperaban Jacob, el colegio, el trabajo o algo. Inspiré profundamente, preguntándome cómo podría enfrentarme a otro día más.
Algo frío tocó mi frente con el más suave de los roces.
Cerré los ojos con más fuerza todavía. Al parecer, pese a que lo sentía como algo anormalmente real, seguía soñando. Estaba tan cerca de despertarme... sólo un segundo más y todo habría desaparecido.
Pero en ese momento me di cuenta de que lo que palpaba parecía real, demasiado real para que fuera bueno para mí. Los imaginarios brazos pétreos que me envolvían resultaban demasiado consistentes. Me iba a arrepentir luego si dejaba que esto llegara aún más lejos. Suspiré resignada y abrí los párpados bruscamente para disipar la ilusión.
—¡Oh! —jadeé y me froté los ojos con las manos.
Bien, sin duda había ido demasiado lejos; había sido un error permitir que mi imaginación se me fuera tanto de las manos. Vale, quizá «permitir» no era la palabra correcta. En realidad, era yo quien la había forzado demasiado, con tanto ir en pos de mis alucinaciones y ahora, en consecuencia, mi mente se había colapsado.
Me llevó menos de un segundo caer en la cuenta de que ya que ahora estaba loca de forma irremediable, al menos, podía aprovechar y disfrutar de las falsas ilusiones mientras éstas fueran agradables.
Abrí los ojos otra vez y Edward aún estaba allí, con su rostro perfecto a sólo unos cuantos centímetros del mío.
—¿Te he asustado? —preguntó con ansiedad en voz baja.
Era una maravilla cómo funcionaban estas falsas ilusiones. El rostro, la voz, el olor, todo era mucho mejor que cuando estuve a punto de ahogarme. El hermoso producto de mi imaginación observaba mis cambiantes expresiones con alarma. Sus pupilas eran negras como el carbón y debajo tenía sombras púrpuras. Esto me sorprendió; por lo general, los Edwards de mis alucinaciones estaban mejor alimentados.
Parpadeé dos veces mientras hacía memoria con desesperación para determinar qué era lo último que podía recordar de cuya realidad estuviera segura. Alice formaba parte de mi sueño y me pregunté si, después de todo, había vuelto a Forks de verdad, o si eso sólo había sido el preámbulo de la fantasía. Luego, caí en la cuenta de que ella había regresado el día que estuve a punto de ahogarme...
—¡Oh, mierda! —grazné con voz pastosa a causa del sueño.
—¿Qué pasa, Bella?
Le fruncí el ceño, con tristeza. Su rostro mostraba todavía más ansiedad que antes.
—Estoy muerta, ¿no es cierto? —gemí—. Me ahogué de verdad. ¡Mierda, mierda, mierda! El disgusto va a matar a Charlie.
Edward también puso mala cara.
—No estás muerta.
—Entonces, ¿por qué no me despierto? —le reté, alzando las cejas.
—Estás despierta, Bella.
Sacudí la cabeza.
—Seguro, seguro. Eso es lo que tú quieres que yo piense, y entonces, cuando despierte, todo será peor; si me despierto, cosa que no va a ocurrir, porque estoy muerta. Esto es horrible. Pobre Charlie. Y Renée y Jake... —se me apagó la voz, horrorizada por lo que había hecho.
—Ya veo que me has confundido con una pesadilla —su sonrisa fugaz fue triste—. Lo que no me puedo imaginar es qué es lo que debes de haber hecho para terminar en el infierno. ¿Te has dedicado a cometer asesinatos en mi ausencia?
Le hice una mueca.
—Pues claro que no. Tú no podrías estar conmigo si yo estuviera en el infierno.
Él suspiró.
Se me empezaba a despejar la cabeza. Alejé la vista de su rostro a regañadientes y contemplé la ventana abierta a la oscuridad, y después otra vez a él. Conforme iba recordando detalles, un hormigueo empezó a subirme por la piel hasta llegar a los pómulos, donde noté un ligero y desconocido rubor, mientras lentamente me iba dando cuenta de que Edward estaba realmente conmigo, que se hallaba allí de verdad y que yo estaba perdiendo el tiempo haciendo el idiota.
—Entonces, ¿todo eso ha ocurrido de verdad?
Me resultaba imposible creer que mi sueño se había transmutado en una realidad. No podía retener esa idea en mi mente.
—Eso depende —la sonrisa de Edward todavía era dura—. Si te refieres a que casi nos masacran en Italia, entonces, sí.
—¡Qué extraño! —musité—. He viajado a Italia de verdad. ¿A que no sabías que por el este nunca había pasado más allá de Alburquerque?
Puso los ojos en blanco.
—Quizá deberías dormirte otra vez. No dices más que tonterías.
—Ya no me siento cansada —todo se aclaraba por momentos—. ¿Qué hora es? ¿Cuánto tiempo he estado durmiendo?
—Es la una de la madrugada. Así que, unas catorce horas.
Me estiré mientras él hablaba. Estaba muy agarrotada.
—¿Y Charlie? —pregunté.
Edward torció el gesto.
—Duerme. Deberías saber que en este preciso momento me estoy saltando las reglas, aunque no técnicamente, claro, ya que él me dijo que no volviera a traspasar su puerta, y he entrado por la ventana... Pero bueno, al menos la intención era buena.
—¿Charlie te ha echado de casa? —inquirí, mientras la incredulidad se me iba convirtiendo en furia.
Sus ojos estaban tristes.
—¿Acaso esperabas otra cosa?
Se me puso una expresión enloquecida en la mirada. Iba a tener unas cuantas palabritas con mi padre; quizás era un buen momento para recordarle que ya era mayor de edad. En realidad, eso no importaba mucho, pero era una cuestión de principios. La prohibición dejaría de tener sentido dentro de poco. Volví mis pensamientos hacia vías menos dolorosas.
—¿Cuál es la historia? —le pregunté con auténtica curiosidad, pero sin dejar de intentar desesperadamente mantener la conversación en terrenos superficiales. Así, permanecería bajo control, y no podría asustarle con la desesperada ansiedad que me atormentaba ferozmente por dentro.
—¿Qué quieres decir?
—¿Qué le voy a decir a Charlie? ¿Qué explicación le voy a dar por haber desaparecido...? Ahora que lo pienso, ¿cuánto tiempo he estado fuera? —intenté hacer un cálculo mental en horas.
—Sólo tres días —entrecerró los ojos, pero esta vez sonrió con mayor naturalidad—. En realidad, albergaba la esperanza de que se te ocurriera alguna buena explicación. Yo no tengo ninguna.
Refunfuñé.
—De fábula.
—Bueno, quizás Alice sea capaz de inventar algo —me ofreció a modo de consuelo.
Y me sentí consolada, desde luego. ¿A quién le importaba con qué tendría que vérmelas más tarde? Cada segundo que él estaba aquí, tan cerca, con su rostro perfecto resplandeciendo a la luz tenue de los números del reloj despertador, era precioso y no debía desperdiciarse.
—Y bueno... —comencé mientras pensaba la pregunta menos importante con la que empezar, aunque no por eso dejara de ser de vital interés. Ya me había traído a casa de una pieza y podría decidir marcharse en cualquier momento. Debía conseguir que no dejara de hablar. Además, este paréntesis, que era como estar en el cielo, no estaría totalmente completo sin el sonido de su voz—, ¿en qué has andado hasta hace tres días?
Su rostro se tornó cauteloso al momento.
—En nada que me entusiasmara excesivamente.
—Claro que no —mascullé.
—¿Por qué pones esa cara?
—Bueno... —fruncí los labios, pensativa—, si, después de todo, sólo fueras un sueño, ésa sería exactamente la clase de respuesta que darías. Mi imaginación no da para mucho, está muy claro.
Suspiró.
—Si te lo cuento, ¿te creerás al fin que no estás viviendo una pesadilla?
—¡Una pesadilla! —repetí con resentimiento. Él esperaba mi respuesta—. Quizá —dije después de pensarlo un momento—, si me lo cuentas.
—Estuve... cazando.
—¿Eso es todo lo que eres capaz de hacer? —le critiqué—. Eso no prueba de ninguna manera que esté despierta.
Vaciló y después habló lentamente, eligiendo las palabras con cuidado.
—No estuve de caza para alimentarme. En realidad, ponía a prueba mi habilidad... en el rastreo. Y no soy nada bueno.
—¿Y qué fue lo que estuviste rastreando? —le pregunté, intrigada.
—Nada de importancia —sus ojos no parecían estar en consonancia con su expresión; parecía enfadado e incómodo.
—No te entiendo.
Dudó; su rostro se debatía, brillando bajo la extraña luz verde del reloj.
—Yo... —inspiró hondo—. Te debo una disculpa. No, sin duda, te debo mucho más, muchísimo más que eso, pero has de saber que yo no tenía ni idea... —sus palabras empezaron a fluir con mucha rapidez, del modo que yo recordaba que hablaba cuando se ponía nervioso, y tuve que concentrarme para captarlas todas—. No me di cuenta del desastre que dejaba a mis espaldas. Pensé que te dejaba a salvo. Totalmente a salvo. No tenía ni idea de que volvería Victoria... —sus labios se contrajeron al pronunciar ese nombre—. Debo admitir que presté más atención a los pensamientos de James que a los de ella cuando la vi aquella vez y, por consiguiente, fui incapaz de prever esa clase de reacción por su parte y de descubrir que ella tenía un lazo tan fuerte con él. Creo que me he dado cuenta ahora de que Victoria confiaba tanto en él que jamás pensó que pudiera sucumbir, ni se le pasó por la imaginación. Quizá fue ese exceso de confianza el que nubló sus sentimientos por él y lo que me impidió darme cuenta de la profundidad del lazo que los unía.
»Pero, de cualquier modo, no tengo excusa alguna por haber permitido que te enfrentaras sola a todo eso. Cuando oí lo que le contaste a Alice, e incluso lo que ella vio por sí misma, cuando me di cuenta de que habías tenido que poner tu vida en manos de hombres lobo, esas criaturas inmaduras y volubles, lo peor que ronda por ahí fuera aparte de Victoria... —se estremeció y el torrente de palabras se detuvo por un momento—. Por favor, créeme cuando te digo que no tenía ni idea de todo esto. Se me revuelven las tripas hasta lo más profundo, incluso ahora, cuando puedo verte segura en mis brazos. No tengo ni la más remota disculpa en...
—Para, para —le interrumpí.
Me miró con ojos llenos de sufrimiento y yo procuré elegir las palabras adecuadas, aquellas que le liberaran de la obligación que se había creado y que le estaba causando tanto dolor. Eran palabras muy difíciles de pronunciar. No sabía si sería capaz de decirlas sin romperme en pedazos, pero yo quería hacerlo bien. No deseaba convertirme en una fuente de culpa y angustia en su vida. El tenía que ser feliz, y no me importaba qué precio hubiera de pagar yo.
En realidad, había albergado la esperanza de no verme en la obligación de sacar a colación esto en nuestra última conversación. Sólo iba a conseguir que todo terminara mucho antes.
Recurriendo a todos los meses de práctica que había pasado intentando comportarme de un modo normal con Charlie, mantuve mi rostro tranquilo.
—Edward —comencé. Su nombre me quemó la garganta un poco mientras lo pronunciaba. Podía sentir aún el espectro de mi agujero en el pecho, a la espera de reabrirse en toda su extensión en cuanto él se marchara. No tenía nada claro cómo iba a conseguir sobrevivir esta vez—, esto tiene que terminar ya. No puedes ver las cosas de esa manera. No puedes permitir que esa... culpa... gobierne tu vida. No tienes por qué asumir la responsabilidad de las cosas que me han ocurrido aquí. Nada de esto ha sucedido por tu causa, sólo es parte de las cosas que me suelen pasar a mí en la vida. Así que si tropiezo delante de un autobús o lo que sea que me ocurra la próxima vez, has de ser consciente de que no es cosa tuya asumir la culpa. No tienes por qué salir corriendo hacia Italia porque te sientas mal por no haberme salvado. Incluso si yo hubiera saltado de ese acantilado para matarme, ésa habría sido mi elección y, desde luego, no tu responsabilidad. Sé que está en tu... naturaleza el cargar con las culpas de todo, pero de verdad... ¡no tienes por qué llevarlo hasta ese extremo! Es de lo más irresponsable por tu parte no haber pensado en Carlisle, Esme y...
Estaba a punto de perderlo. Hice una pausa para respirar profundamente con la esperanza de que eso me calmara. Tenía que liberarle. Debía asegurarme de que esto no volviera a ocurrir otra vez.
—Isabella Marie Swan —susurró él, mientras le cruzaba por el rostro la más extraña de las expresiones. Parecía haberse vuelto loco—, pero ¿tú te crees que le pedí a los Vulturis que me mataran porque me sentía culpable?
Sentí cómo afloraba a mi rostro la más absoluta incomprensión.
—¿Ah, no?
—Me sentía culpable, de una forma muy intensa. Más de lo que tú podrías llegar a comprender.
—Entonces, ¿qué estás diciendo? No te entiendo.
—Bella, me marché con los Vulturis porque pensé que habías muerto —dijo con miel en la voz pero con rabia en los ojos—. Incluso aunque yo no hubiera tenido nada que ver con tu muerte... —se estremeció al pronunciar la última palabra—. Me hubiera ido a Italia aunque no hubiera ocurrido por culpa mía. Es obvio que debería haber sido más cuidadoso, tendría que haberle preguntado a Alice directamente, en lugar de aceptarlo de labios de Rosalie, de segundas. Pero vamos a ver... ¿Qué se suponía que debía pensar cuando el chico dijo que Charlie estaba en el funeral? ¿Cuáles eran las probabilidades?
»Las probabilidades... —murmuró entonces, distraído. Su voz sonaba tan baja que no estaba segura de haberle oído bien—. Las probabilidades siempre están amafiadas en contra nuestra. Error tras error. No creo que vuelva a criticar nunca más a Romeo.
—Pero hay algo que aún no entiendo —dije—, y ése es el punto más importante de la cuestión: ¿y qué?
—¿Perdona?
—¿Y qué pasaba si yo había muerto?
Me miró dudando durante un momento muy largo antes de contestar.
—¿No recuerdas nada de lo que te he dicho desde que nos conocimos?
—Recuerdo todo lo que me has dicho.
Claro que me acordaba... incluyendo las palabras que negaban todo lo anterior.
Rozó con la yema de su frío dedo mi labio inferior.
—Bella, creo que ha habido un malentendido —cerró los ojos mientras movía la cabeza de un lado a otro con media sonrisa en su rostro hermoso, y no era una sonrisa feliz—. Pensé que ya te lo había explicado antes con claridad. Bella, yo no puedo vivir en un mundo donde tú no existas.
—Estoy... —la cabeza me dio vueltas mientras buscaba la expresión adecuada—. Estoy hecha un lío —ésa iba bien, ya que no le encontraba sentido a sus palabras.
Me miró profundamente a los ojos con una mirada seria y honesta.
—Soy un buen mentiroso, Bella, tuve que serlo.
Me quedé helada, y los músculos se me contrajeron como si hubiera sufrido un golpe. La línea que marcaba el agujero de mi pecho se estremeció y el dolor que me produjo me dejó sin aliento.
Me sacudió por los hombros, intentando relajar mi rígida postura.
—¡Déjame acabar! Soy un buen mentiroso, pero desde luego, tú tienes tu parte de culpa por haberme creído con tanta rapidez—hizo un gesto de dolor—. Eso fue... insoportable.
Esperé, todavía paralizada.
—Te refieres a cuando estuvimos en el bosque, cuando me dijiste adiós...
No podía permitirme el recordarlo. Luché por mantenerme en el momento presente. Edward susurró:
—No ibas a dejar que lo hiciera por las buenas. Me daba cuenta. Yo no deseaba hacerlo, creía que me moriría si lo hacía, pero sabía que si no te convencía de que ya no te amaba, habrías tardado muy poco en querer acabar con tu vida humana. Tenía la esperanza de que la retomarías si pensabas que me había marchado.
—Una ruptura limpia —susurré a través de los labios inmóviles.
—Exactamente. Pero ¡nunca imaginé que hacerlo resultaría tan sencillo! Pensaba que sería casi imposible, que te darías cuenta tan fácilmente de la verdad que yo tendría que soltar una mentira tras otra durante horas para apenas plantar la semilla de una duda en tu cabeza. Mentí y lo siento mucho, muchísimo, porque te hice daño, y lo siento también porque fue un esfuerzo que no mereció la pena. Siento que a pesar de todo no pudiera protegerte de lo que yo soy. Mentí para salvarte, pero no funcionó. Lo siento.
»Pero ¿cómo pudiste creerme? Después de las miles de veces que te dije lo mucho que te amaba, ¿cómo pudo una simple palabra romper tu fe en mí?
Yo no contesté. Estaba demasiado paralizada para darle forma a una respuesta racional.
—Vi en tus ojos que de verdad creías que ya no te quería. La idea más absurda, más ridícula, ¡como si hubiera alguna manera de que yo pudiera existir sin necesitarte!
Seguía helada. Sus palabras me parecían incomprensibles, porque eran imposibles.
Me sacudió el hombro otra vez, sin fuerza, pero lo suficiente para que me castañetearan un poco los dientes.
—Bella —suspiró—. ¡Dime de una vez qué es lo que estás pensando!
En ese momento rompí a llorar. Las lágrimas me anegaron los ojos, los desbordaron y me inundaron las mejillas.
—Lo sabía —sollocé—. Sabía que estaba soñando...
—Eres imposible —comentó y soltó una carcajada breve, seca y frustrada—. ¿De qué manera te puedo explicar esto para que me creas? No estás dormida ni muerta. Estoy aquí y te quiero. Siempre te he querido y siempre te querré. Cada segundo de los que estuve lejos estuve pensando en ti, viendo tu rostro en mi mente. Cuando te dije que no te quería… ésa fue la más negra de las blasfemias.
Sacudí la cabeza mientras las lágrimas continuaban cayendo desde las comisuras de mis ojos.
—No me crees, ¿verdad? —susurró, con el rostro aún más pálido de lo habitual—. Puedo verlo incluso con esta luz. ¿Por qué te crees la mentira y no puedes aceptar la verdad?
—Nunca ha tenido sentido que me quisieras —le expliqué, y la voz se me quebró dos veces—. Siempre lo he sabido.
Sus ojos se entrecerraron y se le endureció la mandíbula.
—Te probaré que estás despierta —me prometió.
Me sujetó la cabeza entre sus dos manos de hierro, ignorando mis esfuerzos cuando intenté volver la cabeza hacia otro lado.
—Por favor, no lo hagas —susurré.
Se detuvo con los labios a unos centímetros de los míos.
—¿Por qué no? —inquirió. Su aliento acariciaba mi rostro, haciendo que la cabeza me diera vueltas.
—Cuando me despierte... —él abrió la boca para protestar, de modo que me corregí—. ¡Vale, olvídalo! Rectifico: cuando te vayas otra vez, ya va a ser suficientemente duro sin esto.
Retrocedió unos centímetros para examinar mi rostro.
—Ayer, cuando te toqué, estabas tan... vacilante, tan cautelosa. Y todo sigue igual. Necesito saber por qué. ¿Acaso ya es demasiado tarde? ¿Quizá te he hecho demasiado daño? ¿Es porque has cambiado, como yo te pedí que hicieras? Eso sería... bastante justo. No protestaré contra tu decisión. Así que no intentes no herir mis sentimientos, por favor; sólo dime ahora si todavía puedes quererme o no, después de todo lo que te he hecho. ¿Puedes? —murmuró.
—¿Qué clase de pregunta idiota es ésa?
—Limítate a contestarla, por favor.
Le miré con aspecto enigmático durante un rato.
—Lo que siento por ti no cambiará nunca. Claro que te amo y ¡no hay nada que puedas hacer contra eso!
—Es todo lo que necesitaba escuchar.
En ese momento, su boca estuvo sobre la mía y no pude evitarle. No sólo porque era miles de veces más fuerte que yo, sino porque mi voluntad quedó reducida a polvo en cuanto se encontraron nuestros labios. Este beso no fue tan cuidadoso como los otros que yo recordaba, lo cual me venía la mar de bien. Si luego iba a tener que pagar un precio por él, lo menos que podía hacer era sacarle todo el jugo posible.
Así que le devolví el beso con el corazón latiéndome a un ritmo irregular, desbocado, mientras mi respiración se transformaba en un jadeo frenético y mis manos se movían avariciosas por su rostro. Noté su cuerpo de mármol contra cada curva del mío y me sentí muy contenta de que no me hubiera escuchado, porque no había pena en el mundo que justificara que me perdiera esto. Sus manos memorizaron mi cara, tal como lo estaban haciendo las mías y durante los segundos escasos que sus labios estuvieron libres, murmuró mi nombre.
Se apartó cuando empecé a marearme, sólo para poner su oído contra mi corazón.
Yo me quedé quieta allí, aturdida, esperando a que los jadeos se ralentizaran y desaparecieran.
—A propósito —dijo como quien no quiere la cosa—. No voy a dejarte.
No le respondí, y él pareció percibir el escepticismo en mi silencio.
Alzó su rostro hasta trabar su mirada en la mía.
—No me voy a ir a ninguna parte. Al menos no sin ti —añadió con más seriedad—. Sólo te dejé porque quería que tuvieras la oportunidad de llevar una vida feliz como una mujer normal. Me daba cuenta de lo que te estaba haciendo al mantenerte siempre al borde del peligro, apartándote del mundo al que perteneces, arriesgando tu vida cada minuto que estaba contigo. Así que tuve que intentarlo. Debía hacer algo, y me pareció que marcharme era lo mejor. Jamás hubiera sido capaz de irme de no haber creído que estarías mejor sin mí. Soy demasiado egoísta. Sólo tú eres más importante que cualquier cosa que yo quiera... o necesite. Todo lo que yo quiero o necesito es estar contigo y sé que nunca volveré a tener fuerzas suficientes para marcharme otra vez. Tengo demasiadas excusas para quedarme, ¡y gracias al cielo por eso! Parece que es imposible que estés a salvo, no importa cuántos kilómetros ponga entre los dos.
—No me prometas nada —mascullé. Si me permitía concebir esperanzas y luego terminaban en nada... eso me mataría. Todos esos vampiros sin piedad no habían sido capaces de acabar conmigo, pero la esperanza haría el trabajo mucho mejor.
La ira brilló metálica en sus ojos negros.
—¿Crees que te estoy mintiendo ahora?
—No. No me estás mintiendo —sacudí la cabeza, intentando pensar en el asunto de forma coherente. Quería examinar la hipótesis de que él me quería, pero sin dejar de ser objetiva, casi de modo clínico, para no caer en la trampa de la esperanza—. Realmente lo crees... ahora, pero ¿qué pasará mañana cuando pienses en todas esas razones que has mencionado en primer lugar? ¿O el próximo mes, cuando Jasper intente atacarme?
Se estremeció.
Recordé otra vez aquellos últimos días antes de que él me dejara, intentando mirarlos desde el punto de vista de lo que me estaba contando ahora. Con esta nueva perspectiva, sus inquietantes y fríos silencios de entonces adquirían un significado diferente si me hacía a la idea de que me había dejado amándome, que me había dejado por mi bien.
—No es como si hubieras cambiado de idea al respecto, ¿a que no? —adiviné—. Terminarás haciendo lo que crees que es correcto.
—No soy tan fuerte como tú pareces creer —comentó él—. Lo que estaba bien o mal había dejado de tener importancia para mí; pensaba regresar de todas maneras. Antes de que Rosalie me comunicara la noticia, yo ya intentaba sobrevivir como podía de una semana a otra, a veces sólo de un día para otro. Luchaba por pasar como pudiera cada hora. Nada más era cuestión de tiempo, y no quedaba ya mucho, que apareciera en tu ventana y te suplicara que me dejaras volver. Estaré encantado de suplicártelo si así lo quieres.
Hice una mueca.
—Habla en serio, por favor.
—Lo estoy haciendo —insistió con la mirada resplandeciente ahora—. ¿Querrás hacerme el favor de escuchar mis palabras? ¿Me dejarás que intente explicarte cuánto significas para mí?
Esperó, estudiando mi rostro mientras hablaba para asegurarse de que le estaba escuchando de verdad.
—Bella, mi vida era como una noche sin luna antes de encontrarte, muy oscura, pero al menos había estrellas, puntos de luz y motivaciones... Y entonces tú cruzaste mi cielo como un meteoro. De pronto, se encendió todo, todo estuvo lleno de brillantez y belleza. Cuando tú te fuiste, cuando el meteoro desapareció por el horizonte, todo se volvió negro. No había cambiado nada, pero mis ojos habían quedado cegados por la luz. Ya no podía ver las estrellas. Y nada tenía sentido.
Quería creerle, pero lo que estaba describiendo era mi vida sin él y no al revés.
—Se te acostumbrarán los ojos —farfullé.
—Ése es justo el problema, no pueden.
—¿Y qué pasa con tus distracciones?
Se rió sin traza de alegría.
—Eso fue parte de la mentira, mi amor. No había distracción posible ante la... agonía. Mi corazón no ha latido durante casi noventa años, pero esto era diferente. Era como si hubiera desaparecido, como si hubiera dejado un vacío en su lugar, como si hubiera dejado todo lo que tengo dentro aquí, contigo.
—Qué divertido —murmuré.
Enarcó una ceja perfecta.
—¿Divertido?
—En realidad debería decir extraño, porque parece que describieras cómo me he sentido yo. También notaba que me faltaban piezas por dentro. No he sido capaz de respirar a fondo desde hace mucho tiempo —llené los pulmones, disfrutando casi lujuriosamente de la sensación—. Y el corazón... Creí que lo había perdido definitivamente.
Cerró los ojos y apoyó el oído otra vez sobre mi corazón. Apreté la mejilla contra su pelo, sentí su textura en mi piel y aspiré su delicioso perfume.
—¿No encontraste el rastreo entretenido, entonces? —le pregunté, curiosa y quizás necesitada de distraerme yo. Me encontraba en serio peligro de que mis esperanzas volvieran. No las iba a poder contener mucho más. Mi corazón latía fuerte, cantando en mi pecho.
—No —suspiró él—. Eso no fue una distracción nunca. Era una obligación.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Quiere decir que aunque nunca esperé ningún peligro procedente de Victoria, no la iba a dejar escaparse con... Bueno, como te dije, se me da fatal. La rastreé hasta Texas, pero después seguí una pista falsa hasta Brasil, y en realidad ella lo que hizo fue venir aquí —gruñó—. ¡Ni siquiera estaba en el continente correcto! Y mientras tanto, el peor de mis peores temores...
—¿Estuviste dando caza a Victoria? —casi pegué un grito en el momento en que encontré mi voz, que se alzó lo menos dos octavas.
Los ronquidos lejanos de Charlie se interrumpieron un momento y luego recuperaron de nuevo su cadencia regular.
—No lo hice bien —contestó al tiempo que estudiaba mi expresión indignada con una mirada confusa—, pero esta vez me saldrá mejor. Ella no va disfrutar del placer de respirar tranquila durante mucho tiempo.
—Eso... eso queda fuera de consideración —conseguí controlarme y recuperar la respiración. Qué locura. Incluso si Jasper o Emmett le ayudaran. Bueno, incluso aunque Jasper y Emmett le ayudaran. Esto era peor que cualquier otra cosa que yo pudiera imaginar; como por ejemplo, a Jacob Black de pie, a corta distancia de la pérfida figura felina de Victoria. No soportaba la idea de imaginar a Edward allí, incluso aunque él pareciera mucho más resistente que mi mejor amigo medio humano.
—Es demasiado tarde para ella. No debí dejar que se me escapara la otra vez, pero ahora no, no después de...
Le interrumpí otra vez, intentando sonar tranquila.
—¿No me acabas de prometer ahora mismo que no me ibas a dejar? —le pregunté, luchando contra las palabras mientras las decía, intentando no dejarlas enraizar en mi corazón—. Eso no es precisamente algo compatible con una larga expedición de rastreo, ¿no?
Él frunció el ceño. Un gruñido lento se le escapó del pecho.
—Mantendré mi promesa, Bella, pero Victoria va a morir —el gruñido se acentuó—. Pronto.
—No te precipites —le contesté mientras intentaba ocultar mi pánico—. Quizás ella no vuelva. Quizás la haya asustado la manada de Jake. En realidad, no hay razón ninguna para ir tras ella. Además, tengo un problema mayor que Victoria.
Los ojos de Edward se entrecerraron, pero asintió.
—Es verdad. Los licántropos son una complicación.
Bufé.
—No estaba hablando de Jacob. Mi problema es bastante más grande que un puñado de lobos adolescentes en busca de líos.
Edward me miró como si fuera a decir algo y luego se lo pensó mejor. Sus dientes sonaron cuando los cerró y habló a través de ellos.
—¿De verdad? —me preguntó—. Entonces, ¿cuál es tu mayor problema? Si el hecho de que Victoria vuelva a buscarte te parece algo irrelevante en comparación, ¿qué puede ser?
—Digamos que es el segundo de mis peores problemas —intenté evadir la cuestión.
—De acuerdo —asintió él, suspicaz.
Hice una pausa. No estaba segura de si podría mencionarlos.
—Hay otros que vendrán a por mí —le recordé con un susurro sofocado.
Él suspiró, pero su reacción no fue todo lo fuerte que yo habría supuesto después de haber visto cómo se tomaba lo de Victoria.
—¿Los Vulturis son sólo el segundo de esos problemas?
—No parece que te preocupen mucho —le hice notar.
—Bueno, tenemos bastante tiempo para pensarlo. El tiempo tiene un significado muy distinto para ellos y para ti, o incluso para mí. Ellos cuentan los años como tú los días. No me sorprendería que hubieras cumplido los treinta antes de que volvieran a acordarse de ti —añadió en tono ligero.
El horror me invadió.
Treinta.
Así que al final, sus promesas no significaban nada en realidad.. Si él pensaba que yo llegaría algún día a cumplir los treinta era porque no podía estar planeando quedarse demasiado tiempo. El dolor hondo que me causó esta idea me hizo comprender que ya había comenzado a concebir esperanzas a pesar de no habérmelas permitido.
—No tienes por qué temer —me dijo, lleno de ansiedad conforme vio que las lágrimas volvían a brotar del borde de mis párpados—. No les dejaré que te hagan daño.
—Mientras estés aquí —y no es que me preocupara mucho lo que ocurriera cuando él se hubiera marchado.
Me tomó el rostro entre sus dos manos pétreas, sujetándolo con fuerza mientras sus ojos de medianoche se zambullían en los míos con la fuerza gravitacional de un agujero negro.
—Nunca te dejaré de nuevo.
—Pero has dicho treinta —farfullé, mientras las lágrimas se asomaban al borde de mis párpados—. ¿Y qué? Te quedarás, pero me dejarás envejecer de todos modos. Muy bonito.
Sus ojos se dulcificaron aunque su boca endureció el gesto.
—Eso es exactamente lo que voy a hacer. ¿Qué otra elección tengo? No puedo estar sin ti, pero no voy a destruir tu alma.
—Y eso es porque... —intenté mantener la voz calmada, pero esta cuestión era demasiado dura para mí. Recordé su rostro cuando Aro casi le suplicó que considerara la idea de hacerme inmortal. La mirada de repulsión que le dirigió. ¿Tenía que ver esa fijación de mantenerme humana realmente sólo con mi alma, o era porque no estaba seguro de que querría tenerme a su lado todo el tiempo?
—¿Sí? —inquirió, esperando mi pregunta.
Sin embargo, le pregunté otra cosa distinta. Casi igual de difícil para mí.
—Pero ¿qué pasará cuando me haga tan vieja que la gente piense que soy tu madre? ¿O tu abuela?
Mi voz temblaba por el espanto, todavía podía ver el rostro de la abuelita en el espejo del sueño. Todo su rostro se había suavizado ahora. Me limpió las lágrimas de las mejillas con los labios.
—Eso no me importa —musitó contra mi piel—. Siempre serás la cosa más hermosa que haya en mi mundo. Claro que... —él dudó, estremeciéndose ligeramente—, si te haces mayor que yo y necesitas algo más... lo comprenderé, Bella. Te prometo que no me cruzaré en tu camino si alguna vez quieres dejarme.
Sus ojos brillaban como el ónice líquido y eran completamente sinceros. Hablaba como si hubiera pasado montones de tiempo reflexionando para trazar ese plan tan necio.
—Supongo que te das cuenta de que al final también me moriré —le exigí.
También parecía haber pensado en eso.
—Te seguiré tan pronto como pueda.
—Ese plan es totalmente... —busqué la palabra correcta— enfermizo.
—Bella, es el único camino correcto que nos queda...
—Retrocedamos un minuto —le dije; enfadarme hacía que me resultara mucho más fácil ser clara, contundente—. Recuerdas a los Vulturis, ¿verdad? No puedo permanecer humana para siempre. Ellos me matarán. Incluso si no piensan en mí hasta que cumpla los treinta —mascullé la cifra—, ¿crees sinceramente que se olvidarán?
—No —respondió despacio, sacudiendo la cabeza—. No olvidarán. Pero...
—¿Pero?
Sonrió ampliamente mientras le miraba con tristeza. Quizá yo no era la única que estaba loca.
—Tengo unos cuantos planes.
—Y esos planes —comenté mientras mi voz se volvía cada vez más ácida con cada palabra—, esos planes se centran todos en mantenerme humana.
Mi actitud hizo que su expresión se endureciera.
—Naturalmente.
Su tono era brusco y su rostro divino mostraba arrogancia. Nos fulminamos con la mirada el uno al otro durante un minuto largo.
Entonces, respiré hondo y cuadré los hombros. Le empujé los brazos para poder sentarme.
—¿Quieres que me vaya? —me preguntó y mi corazón palpitó con fuerza al ver que esa idea le hería, aunque intentaba no demostrarlo.
—No —le contesté—. Soy yo la que se va.
Me miró con suspicacia mientras salía de la cama y deambulaba de un lado para otro de la habitación en busca de mis zapatos.
—¿Puedo preguntarte adónde vas? —inquirió.
—Voy a tu casa —le dije, todavía andando de un sitio para otro a ciegas.
Él se levantó y se acercó a mí.
—Aquí están tus zapatos. ¿Y cómo planeas llegar hasta allí?
—En mi coche.
—Eso probablemente despertará a Charlie —me ofreció la idea como un elemento disuasorio.
Suspiré.
—Ya lo sé, pero para serte sincera, tal como están las cosas, estaré encerrada durante semanas. ¿Cuántos problemas más me puedo acarrear?
—Ninguno. Me echará la culpa a mí, no a ti.
—Si tienes una idea mejor, soy toda oídos.
—Quédate aquí —sugirió, aunque su expresión no mostraba mucha esperanza al respecto.
—Mala suerte, pero ¡adelante! Quédate y siéntete como en tu casa —le animé, sorprendida de lo natural que sonaba mi broma y me dirigí a la puerta.
Él ya estaba allí, delante de mí, bloqueándome el camino.
Fruncí el ceño y me volví hacia la ventana. No estaba tan lejos del suelo y había bastante hierba justo debajo...
—Bien —suspiró—. Te llevaré.
Me encogí de hombros.
—Como quieras. De todas maneras, probablemente tú también deberías estar presente.
—¿Y eso por qué?
—Porque tienes opiniones para todo y estoy segura de que querrás una oportunidad para hacer alarde de unas cuantas.
—¿Opiniones respecto a qué...? —preguntó entre dientes.
—Esto no es algo que tenga ya sólo que ver contigo. No eres el centro del universo, ¿sabes? —en lo que se refería a mi propio universo, quizás, fuera otra cuestión—. Tal vez tu familia tenga algo que decir si vas a conseguir que se nos echen encima los Vulturis por algo tan estúpido como que yo continúe siendo humana.
—¿Decir... sobre... qué? —preguntó, separando cuidadosamente las palabras.
—Sobre mi mortalidad. La voy a someter a votación.

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