sábado, 1 de agosto de 2009

Capítulo VIII : Genlo

Genlo
Terminamos yendo una vez más a la playa, donde vagabundeamos sin rumbo fijo. Jacob no cabía en sí de satisfacción por haber urdido mi fuga.
—¿Crees que vendrán a buscarte? —preguntó. Parecía esperanzado.
—No —estaba segura de eso—. Aunque esta noche se van a poner como fieras.
El eligió una piedra y la lanzó. El canto rebotó sobre la cresta de las olas.
—En ese caso no regreses —sugirió de nuevo.
—A Charlie le encantaría —repuse con sarcasmo.
—Apuesto a que no le importaría.
No contesté. Lo más probable es que Jacob estuviera en lo cierto y eso me hizo apretar los dientes con rabia. La manifiesta preferencia de Charlie por mis amigos quileute era improcedente. Me pregunté si opinaría lo mismo en caso de saber que la elección era en realidad entre vampiros y hombres lobo.
—Bueno, ¿y cuál es el último escándalo de la manada? —pregunté con desenfado.
Jacob resbaló al detenerse en seco y me miró fijamente con asombro hasta hacerme desviar la vista.
—¿Qué pasa? Sólo era una broma.
—Ah.
Miró hacia otro lado. Esperé a que reanudara la caminata, pero parecía ensimismado en sus pensamientos.
—¿Hay algún escándalo? —quise saber. Mi amigo rió entre dientes de nuevo.
A veces se me olvida cómo es el no tener a todo el mundo metido en mi cabeza la mayoría del tiempo y poder reservar en ella un lugar privado y tranquilo para mí.
Caminamos en silencio a lo largo de la rocosa playa durante unos minutos hasta que al final pregunté:
—Bueno, ¿de qué se trata eso que saben cuantos tienes a tu alrededor?
Él vaciló un segundo, como si no estuviera seguro de cuánto iba a contarme. Luego, suspiró y dijo:
—Quil está imprimado, y ya es el tercero, por lo que los demás pempezamos a estar preocupados. Quizá sea un fenómeno más común de lo que dicen las historias.
Puso cara de pocos amigos y se volvió hacia mí para observarme. Me miró fijamente a los ojos, sin hablar, con las cejas fruncidas en gesto de concentración.
—¿Qué miras? —pregunté, cohibida.
Él suspiró.
—Nada.
Jacob echó a andar de nuevo y, como quien no quiere la cosa, alargó el brazo y me tomó de la mano. Caminamos callados entre las rocas.
Pensé en la imagen que debíamos de tener al caminar juntos de la mano, la de una pareja, sin duda, y me pregunté si no tendría que oponerme, pero siempre había sido así entre nosotros y no existia razón alguna por la que cambiarlo ahora.
—¿Por qué es un escándalo la imprimación de Quil? —pregunté cuando tuve la impresión de que no iba a contarme nada más—. ¿Acaso porque es el miembro más joven de la manada?
—Eso no tiene nada que ver.
—Entonces, ¿cuál es el problema?
—Es otra de nuestras leyendas. Me pregunto cuándo dejar de sorprendernos que todas sean ciertas.
—¿Me lo vas a contar o he de adivinarlo?
—No lo acertarías jamás. Verás, como sabes, Quil no se ha incorporado a la manada hasta hace poco tiempo, por lo que no había pasado por el hogar de Emily.
—¿Quil también está imprimado de Emily? —pregunté jadeando.
—¡No! Te digo que no lo vas a adivinar. Emily tenía dos sobrinas que estaban de visita y... Quil conoció a Claire.
—¿Y Emily no quiere que su sobrina salga con un licántropo? ¡Menuda hipocresía! —solté.
Pese a todo, comprendía por qué ella de entre toda su gente era de ese parecer. Volví a pensar en las enormes cicatrices que le afeaban el rostro y se extendían brazo derecho abajo. Sam había perdido el control una sola vez mientras estaba demasiado cerca de ella, pero no hizo falta más. Yo había visto el dolor en los ojos de Sam cada vez que miraba las heridas inflingidas a Emily. Me resultaba perfectamente comprensible que ella deseara proteger a su sobrina de ese peligro.
—¿Quieres hacer el favor de no intentar adivinarlo? Vas desencaminada. A ella no le preocupa esa parte, es sólo que, bueno, es un poco pronto.
—¿Qué quieres decir con «un poco pronto»?
Jacob entrecerró los ojos y me evaluó con la mirada.
—Procura no erigirte en juez, ¿vale?
Asentí con cautela.
—Claire tiene dos años —me dijo Jacob.
Comenzó a chispear. Parpadeé con fuerza cuando las gotas de lluvia me golpetearon en el rostro.
Jacob aguardó en silencio. No llevaba chaqueta, como de costumbre, y el chaparrón dejó un reguero de motas oscuras en su camiseta negra y su pelo enmarañado empezó a gotear. Mantuvo el gesto inexpresivo mientras me miraba.
—Quil está imprimado... ¿con... una niña... de dos años? repuse cuando al fin fui capaz de hablar.
—Sucede —se encogió de hombros. Luego se agachó para tomar otra roca y lanzarla con fuerza a las aguas de la bahía—. O eso dicen las leyendas.
—Pero es un bebé —protesté. Me miró con gesto de sombrío regocijo.
—Quil no va a envejecer más —me recordó con un tono algo mordaz—. Sólo ha de ser paciente durante unas décadas.
—Yo... No sé qué decir.
Intenté no ser crítica con todas mis fuerzas, pero lo cierto es que estaba aterrada. Hasta ahora, nada de lo relacionado con los licántropos me había molestado desde que averigüé que no tenían nada que ver con los crímenes que yo les achacaba.
—Estás haciendo juicios de valor —me acusó—. Lo leo en tu cara.
—Perdón —repuse entre dientes—, pero me parece absolutamente repulsivo.
—No es así. Te equivocas de cabo a rabo —de pronto, Jacob salió en defensa de su amigo con vehemencia—. He visto lo que sientes a través de sus ojos. No hay nada romántico en todo esto, no para Quil, aún no —respiró hondo, frustrado—. ¡Qué difícil es describirlo! La verdad es que no se parece al amor a primera vista, sino que más bien tiene que ver con movimientos gravitatorios. Cuando tú la ves, ya no es la tierra quien te sostiene, sino ella, que pasa a ser lo único que importa. Harías y serías cualquier cosa por ella, te convertirías en lo que ella necesitara, ya sea su protector, su amante, su amigo o su hermano.
»Quil será el mejor y más tierno de los hermanos mayores que haya tenido un niño. No habrá criatura en este mundo más protegida que esa niñita. Luego, cuando crezca, ella necesitará un amigo. El será un camarada más comprensivo, digno de confianza y responsable que cualquier otro que ella pueda conocer. Después, cuando sea adulta, serán tan felices como Emily y Sam.
Una extraña nota de amargura aceró su voz al final, cuando habló de Sam.
—¿Y Claire no tiene alternativa?
—Por supuesto, pero, a fin de cuentas, ¿por qué no iba a elegirle a él? Quil va a ser su compañero perfecto, y es como si lo hubieran creado sólo para ella.
Anduvimos callados durante un momento hasta que me detuve para arrojar una piedra al océano, pero me quedé muy corta, faltaron varios metros para que cayera en las aguas. Jacob se burló de mí.
—No todos podemos tener una fuerza sobrenatural —mascullé.
Él suspiró.
—¿Cuándo crees que te va a suceder a ti? —pregunté bajito.
—Jamás —replicó de inmediato con voz monocorde.
—No es algo que esté bajo tu control, ¿verdad?
Se mantuvo callado durante unos minutos. Sin darnos cuenta, ambos paseamos más despacio, sin apenas avanzar.
—Y tú crees que si aún no la has visto es que no existe, ¿verdad? —le pregunté con escepticismo—. Jacob, apenas has visto mundo, incluso menos que yo.
—Cierto —repuso en voz baja; observó mi rostro con ojos penetrantes—, pero no voy a ver a nadie, Bella, salvo a ti, incluso cuando cierro los ojos e intento concentrarme en otra persona. Pregúntale a Quil o a Embry. Eso les vuelve locos.
Miré rápidamente a las rocas.
Ya no deambulábamos por la playa. No se oía nada más que el batir de las olas en la orilla, cuyo rugido ahogaba incluso el soniquete de la lluvia.
—Quizá convenga que vuelva a casa —susurré.
—¡No! —protestó, sorprendido por aquel final.
Alcé los ojos para mirarle. Los suyos estaban llenos de ansiedad. Tienes todo el día libre, ¿no? El chupasangres aún no va a volver a casa.
Le fulminé con la mirada.
—No pretendía ofender —se apresuró a añadir.
—Sí, tengo todo el día, pero Jake...
Me tomó una mano y se disculpó:
—Disculpa. No volveré a comportarme así. Seré sólo Jacob.
Suspiré.
—Pero si es eso lo que piensas...
—No te preocupes por mí —insistió mientras sonreía con una alegría excesiva y premeditada—. Sé lo que me traigo entre manos. Sólo dime si te ofendo...
—No sé...
—Venga, Bella. Regresemos a casa y cojamos las motos. Tienes que montar con regularidad para mantenerte a tono.
—En realidad, me parece que me lo han prohibido...
—¿Quién? ¿Charlie o el chupa... él?
—Los dos.
Jacob esbozó una enorme sonrisa, mi sonrisa, y de pronto apareció el Jacob que tanto echaba en falta, risueño y afectuoso.
No pude evitar devolverle la sonrisa.
La llovizna aminoró hasta convertirse en niebla.
—No se lo voy a decir a nadie —me prometió.
—Excepto a todos y cada uno de tus amigos.
Negó solemnemente con la cabeza y alzó la mano derecha.
—Prometo no pensar en ello.
Me eché a reír.
—Diremos que me he tropezado si me hago daño, ¿vale?
—Como tú digas.
Condujimos las motos a los caminos de la parte posterior de La Push hasta que la lluvia los hizo impracticables y Jacob insistió en que iba a cambiar de fase como no comiera algo pronto. Billy me recibió con absoluta normalidad cuando llegamos a la casa, como si mi repentina aparición no implicara nada más que mi deseo de pasar el día con un amigo. Nos fuimos al garaje después de comer los bocadillos que preparó Jacob y le ayudé a limpiar las motos. No había estado allí en meses, desde el regreso de Edward, pero no parecía importar. Sólo era otra tarde en la cochera.
—Me encanta —comenté mientras él sacaba un par de refrescos calientes de la bolsa de comestibles—. Echaba de menos este sitio.
Él sonrió al tiempo que miraba las junturas de las planchas de plástico del tejado.
—Sí, te entiendo perfectamente. Tiene toda la magnificencia del Taj Mahal sin los inconvenientes ni los gastos de viajar a la India.
—Por el pequeño Taj Mahal de Washington —brindé, sosteniendo en alto mi lata.
Él entrechocó la suya con la mía.
—¿Recuerdas el pasado San Valentín? Creo que fue la última vez que estuviste aquí, la última vez, cuando las cosas aún eran... normales.
Me carcajeé.
Por supuesto que me acuerdo. Cambié toda una vida de servidumbre por una caja de dulces de San Valentín. No es algo que pudiera olvidar fácilmente. Sus risas se unieron a las mías.
—Eso está bien. Um. Servidumbre. Tendré que pensar en algo bueno —luego, suspiró—. Parece que han pasado años. Otra era. Una más feliz.
No pude mostrarme de acuerdo, ya que ahora vivía un momento muy dulce, pero me sorprendía comprender cuántas cosas echaba de menos de mis días de oscuridad. Miré fijamente el bosque oscuro a través de la abertura. Llovía de nuevo, pero sentada junto a Jacob en el garaje se estaba bien. Me acarició la mano con los dedos y dijo:
—Las cosas han cambiado de verdad.
—Sí —admití; entonces, alargué la mano y palmeé la rueda trasera de mi moto—. Antes Charlie y yo nos llevábamos mejor —me mordí el labio—. Espero que Billy no le diga nada de lo de hoy...
—No lo hará. No se pone de los nervios, como le ocurre a Charlie. Eh, no me he disculpado oficialmente por haberme chivado y haberle dicho a tu padre lo de la moto. Desearía no haberlo hecho.
Puse los ojos en blanco.
—También yo.
—Lo siento mucho, de veras.
Me miró expectante. La maraña de pelo negro húmedo se pegaba a su rostro suplicante y lo cubría por todas partes.
—Bueno, vale, te perdono.
—¡Gracias, Bella!
Nos sonreímos el uno al otro durante un instante, y luego su expresión volvió a ensombrecerse.
—¿Sabes?, ese día, cuando te llevé la moto, quería preguntarle algo —dijo hablando muy despacio—, pero al mismo tiempo, tampoco me apetecía hacerlo.
Permanecí inmóvil, una medida preventiva, un hábito adquirído de Edward.
—¿Mostrabas esa resolución porque estabas enfadada conmigo o ibas totalmente en serio? —preguntó con un hilo de voz.
Aunque estaba segura de saber a qué se refería, le contesté, igualmente en susurros.
—¿Sobre qué?
Él me miró con fijeza.
—Ya sabes. Cuando dijiste que no era de mi incumbencia si él te mordía —se encogió de forma visible al pronunciar el final de la frase.
—Jake...
Se me hizo un nudo en la garganta y fui incapaz de terminar siquiera. Él cerró los ojos y respiró hondo.
—¿Hablabas en serio?
Tembló levemente. Permaneció con los párpados cerrados.
—Sí —susurré.
Jacob espiró muy despacio.
—Supongo que ya lo sabía.
Le miré a la cara, a la espera de que abriera los ojos.
—¿Eres consciente de lo que eso va a significar? —inquirió de pronto—. Lo comprendes, ¿verdad? ¿Sabes qué va a ocurrir si rompen el tratado?
—Nos iremos antes —repuse con voz queda.
Vi en lo más hondo de sus ojos la ira y el dolor cuando abrió los párpados.
—No hay un límite geográfico para el tratado, Bella. Nuestros tatarabuelos sólo acordaron mantener la paz porque los Cullen juraron que eran diferentes, que no ponían en peligro a los humanos. El tratado no tiene sentido y ellos son igual al resto de los vapiros si vuelven a sus costumbres. Una vez establecido esto, y cuando volvamos a encontrarlos...
—Pero ¿no habéis roto ya el tratado? —pregunté, agarrándome a un clavo ardiendo—. ¿No formaba parte del acuerdo que no le diríais a la gente lo de los vampiros? Tú me lo revelaste. ¿No es eso quebrantar el tratado?
A Jacob no le gustó que se lo recordase. El dolor de sus ojos se recrudeció hasta convertirse en animosidad.
Sí, no respeté el tratado cuando no creía en él, y estoy seguro de que los has puesto al tanto, pero eso no les concede una ventaja ni nada parecido. Un error no justifica otro. Si no les gusta mi conducta, sólo les queda una opción, la misma que tendremos nosotros cuando ellos rompan el acuerdo: atacar, comenzar la guerra.
Lo presentaba de un modo tal que el enfrentamiento parecía inevitable. Me estremecí.
—No tiene por qué terminar así, Jake.
—Va a ser así.
Rechinó los dientes.
El silencio subsiguiente a esa afirmación fue ostensible.
—¿No me perdonarás nunca, Jacob? —susurré. Deseé haberle mordido la lengua en cuanto solté la frase. No quería oír la repuesta.
—Tú dejarás de ser Bella —me contestó—. Mi amiga no va a estar. No habrá nadie a quien perdonar.
—Eso parece un «no» —susurré.
Nos encaramos el uno con el otro durante un momento interminable.
—Entonces, ¿es esto una despedida, Jake?
Él parpadeó a toda velocidad y la sorpresa consumió la fiereza de su expresión.
—¿Por qué? Aún nos quedan unos pocos años. ¿No podemos ser amigos hasta que se acabe el tiempo?
—¿Años? No, Jake, nada de años —sacudí la cabeza y solté una carcajada forzada—. Sería más apropiado hablar de semanas.
No previ su reacción.
Se puso en pie de repente y resonó un fuerte reventón cuando la lata del refresco estalló en su mano. El líquido salió volando por todas partes, poniéndome perdida, como si me hubieran rociado con una manguera.
—¡Jake! —empecé a quejarme, pero guardé silencio en cuanto me di cuenta de que todo su cuerpo se estremecía de ira.
Me lanzó una mirada enloquecida al tiempo que resonaba un gruñido en su pecho. Me quedé allí petrificada, demasiado atónita para ser capaz de moverme.
Todo su cuerpo se convulsionaba más y más deprisa hasta que dio la impresión de que vibraba. El contorno de su figura se desdibujó...
...y entonces, Jacob apretó los dientes y cesó el gruñido. Cerró los ojos con fuerza para concentrarse y el temblor aminoró hasta que sólo le temblaron las manos.
—Semanas —repitió él con voz apagada.
Era incapaz de responderle. Continuaba inmóvil.
Abrió los ojos, en los que se leía más que rabia.
—¡Te va a convertir en una mugrienta chupasangres en cuestión de unas pocas semanas! —habló entre dientes.
Estaba demasiado aturdida para sentirme ofendida por sus palabras, de modo que me limité a asentir en silencio. Su tez adquirió un tinte verdoso por debajo de su habitual tono rojizo.
Por supuesto que sí, Jake —susurré después de un largo minuto de silencio—. El tiene diecisiete y cada día me acerco más a los diecinueve. Además, ¿qué sentido tiene esperar? El es todo cuanto amo. ¿Qué otra cosa puedo hacer?
Yo lo había planteado como una cuestión puramente retórica.
— Cualquier cosa, cualquier otra cosa —sus palabras chasquearon como las colas de un látigo—. Sería mejor que murieras. Yo lo preferiría.
Retrocedí como si me hubiera abofeteado. De hecho, dolía más que si así hubiera sido. Entonces, cuando la aflicción me traspasó de parte a parte, estalló en llamas mi propio genio.
—Quizá tengas suerte —repliqué sombría mientras me alejabaI dando tumbos—. Quizá me atropelle un camión de vuelta a casa.
Agarré la moto y la empujé al exterior, bajo la lluvia. Jacob no se movió cuando pasé a su lado. Me subí al ciclomotor en cuanto llegué al sendero enlodado y lo encendí de una patada. La rueda trasera lanzó un surtidor de barro hacia el garaje. Deseé que le diera.
Me calé hasta los huesos mientras conducía a toda prisa sobre la resbaladiza carretera hacia la casa de los Cullen. Sentía como si el viento congelara las gotas de lluvia sobre mi piel y antes de que hubiera recorrido la mitad del camino estaba castañeteando los dientes.
Las motos eran poco prácticas para Washington. Iba a vender aquel trasto a la primera oportunidad.
Empujé el ciclomotor al interior del enorme garaje de los Cullen, donde no me sorprendió encontrar a Alice esperándome encaramada al capó de su Porsche. Alice acarició la reluciente pintura amarilla.
—Aún no he tenido ocasión de conducirlo.
Suspiró.
—Perdona —conseguí soltar entre el castafieo de dientes.
—Me parece que te vendría bien una ducha caliente —dijo de forma brusca mientras se incorporaba de un pequeño salto.
—Sí.
Ella frunció la boca y estudió mi rostro con cuidado.
—¿Quieres hablar de ello?
—No.
Ella cabeceó en señal de asentimiento, pero sus ojos relucían de curiosidad.
—¿Te apetece ir a Olympia esta noche?
—La verdad es que no. ¿Puedo marcharme a casa? —reaccionó con una mueca—. No importa, Alice. Me quedaré si eso va a facilitarte las cosas.
—Gracias.
Ese día me acosté temprano y volví a acurrucarme en el sofá de Edward.
Aún era de noche cuando me desperté. Estaba grogui, pero sabía que todavía no había amanecido. Cerré los ojos y me estiré, rodando de lado. Necesité unos momentos antes de comprender que habría debido caerme de bruces con aquel movimiento, y que, por el contrario, estaba mucho más cómoda.
Retrocedí en un intento de ver a mi alrededor. La oscuridad era mayor que la del día anterior. Las nubes eran demasiado espesa para que la luna las traspasara.
—Lo siento —murmuró él tan bajito que su voz parecía formar parte de las sombras—. No pretendía despertarte.
Me tensé a la espera de un estallido de furia por su parte y por la mía, pero no hubo más que la paz y la quietud de la oscuridad de su habitación. Casi podía deleitarme con la dulzura del reencuentro en el aire, una fragancia diferente a la del aroma de su aliento. El vacío de nuestra separación dejaba su propio regusto amargo, algo de lo que no me percataba hasta que se había alejado.
No saltaron chispas en el espacio que nos separaba. La quietud era pacífica, no como la calma previa a la tempestad, sino como una noche clara a la que no le había alcanzado el menor atisbo la tormenta.
Me daba igual que debiera estar enfadada con él. No me preocuba que tuviera que estar enojada con todos. Extendí los brazos hacia delante, hallé sus manos en la penumbra y me acerqué a Edward, cuyos brazos me rodearon y me acunaron contra su pecho. Mis labios buscaron a tientas los suyos por la garganta y el mentón hasta alcanzar al fin su objetivo.
Me besó con dulzura durante unos segundos y luego rió entre.
—Venía preparado para soportar una ira que empequeñecería a la de los osos pardos, y ¿con qué me encuentro? Debería haber hacerte rabiar más a menudo.
—Dame un minuto a que me prepare —bromeé mientras le besaba de nuevo.
—Esperaré todo lo que quieras —susurraron sus labios mientras, rozaban los míos y hundía sus dedos en mi cabello. Mi respiración se fue haciendo cada vez más irregular.
— Quizá por la mañana.
—Lo que tú digas.
—Bienvenido a casa —le dije mientras sus fríos labios me besaban debajo de la mandíbula—. Me alegra que hayas vuelto.
—Eso es estupendo.
—Um —coincidí mientras apretaba los brazos alrededor de su cuello.
Su mano descubrió una curva alrededor de mi codo y descendió despacio por mi brazo y las costillas para luego recorrer mi cintura y avanzar por mi pierna hasta la rodilla, donde se detuvo, y enroscó la mano en torno a mi pantorrilla.
Contuve el aliento. Edward jamás se permitía llegar tan lejos. A pesar de la gelidez de sus manos, me sentí repentinamente acálorada. Su boca se acercó al hueco de la base de mi cuello.
—No es por atraer tu cólera antes de tiempo —murmuró—-, pero ¿te importaría decirme qué tiene de malo esta cama para que la rechaces?
Antes de que pudiera responder, antes incluso de que fuera capaz, de concentrarme lo suficiente para encontrarle sentido a sus palabras, Edward rodó hacia un lado y me puso encima de él. Sostuvo mi rostro con las manos y lo orientó hacia arriba de modo que mi cuello quedara al alcance de su boca. Mi respiración aumentó de volumen de un modo casi embarazoso, pero no me preocupaba avergonzarme,
—¿Qué le pasa a la cama? —volvió a preguntar—. Me parece estupenda.
—Es innecesaria —me las arreglé para contestar.
Mis labios perfilaron el contorno de su boca antes de que retirase mi rostro del suyo y rodara sobre sí mismo, esta vez más despacio, para luego cernirse sobre mí, y lo hizo con cuidado para evitar que yo no tuviera que soportar ni un gramo de su peso, pero podía sentir la presión de su frío cuerpo marmóreo contra el mío. El corazón me latía con tal fuerza que apenas oí su amortiguada risa.
—Eso es una cuestión discutible —discrepó—. Sería difícil hacer esto encima de un sofá.
Recorrió el reborde de mis labios con su lengua, fría como el hielo.
La cabeza me daba vueltas y mi respiración se volvía entrecortada y poco profunda.
—¿Has cambiado de idea? —pregunté jadeando.
Tal vez había reconsiderado todas sus medidas de precaución. Quizás aquella cama tenía más significados de los que yo había previsto. El corazón me dolía con cada palpitación mientras aguardaba su réplica.
Edward suspiró al tiempo que giraba sobre un lado; los dos nos quedamos descansando sobre nuestros costados.
—No seas ridicula, Bella —repuso con fuerte tono de desaprobación. Era obvio que había comprendido a qué me refería—. Sólo intentaba ilustrarte acerca de los beneficios de una cama que tan poco parece gustarte. No te dejes llevar.
—Demasiado tarde —murmuré—, y me encanta la cama —agregué.
—Bien —distinguí una nota de alegría mientras me besaba la frente—. También a mí.
—Pero me parece innecesaria —proseguí—. ¿Qué sentido tiene si no vamos a llegar hasta el final?
Suspiró de nuevo.
—Por enésima vez, Bella, es demasiado arriesgado.
—Me gusta el peligro —insistí.
—Lo sé.
Habia un punto de hosquedad en su voz y comprendí que debía de haber visto la moto en el garaje.
—Yo diré qué es peligroso —me apresuré a decir antes de que pudiera abordar otro tema de discusión—; un día de estos voy a sufrir una combustión espontánea y la culpa vas a tenerla sólo tú.
Comenzó a empujarme hasta que me alejó.
—¿Qué haces? —protesté mientras me aferraba a él.
—Protegerte de la combustión espontánea. Si no puedes soportarlo...
—Sabré manejarlo —insistí. Permitió que me arrastrara hasta el círculo de sus brazos.
—Lamento haberte dado la impresión equivocada —dijo No pretendo hacerte desdichada. Eso no está bien.
—En realidad, esto está fenomenal.
Respiró hondo.
—¿No estás cansada? Debería dejarte para que duermas.
—No, no lo estoy. No me importa que me vuelvas a dar la impresión equivocada.
—Puede que sea una mala idea. No eres la única que puede dejarse llevar.
—Sí lo soy —me quejé.
Edward rió entre dientes.
—No tienes ni idea, Bella. Tampoco ayuda mucho que estés tan ávida de socavar mi autocontrol.
—No voy a pedirte perdón por eso.
—¿Puedo disculparme yo?
—¿Por qué?
—Estabas enfadada conmigo, ¿no te acuerdas?
—Ah, eso.
—Lo siento. Me equivoqué. Resulta más fácil tener una perspectiva adecuada cuando te tengo a salvo aquí —aumentó la presión de sus brazos sobre mi cuerpo—. Me salgo un poco de mis casillas cuando te dejo. No creo que vuelva a irme tan lejos. No merece la pena.
Sonreí.
—¿No localizaste a ningún puma?
—De hecho, sí, pero aun así, la ansiedad no compensa. Lamento que Alice te haya retenido como rehén. Fue una mala idea.
—Sí —coincidí.
—No lo volveré a hacer.
—De acuerdo —acepté su disculpa sin problemas, pues ya le había perdonado—, pero las fiestas de pijamas tienen sus ventajas… —me aovillé más cerca de él y besé la hendidura de su clavicula—. Tú puedes raptarme siempre que quieras.
—Um —suspiró—. Quizá te tome la palabra.
—Entonces, ¿ahora me toca a mí?
—¿A tí? —inquirió, confuso.
—Mi turno para disculparme.
—¿Por qué tienes que excusarte?
—¿No estás enfadado conmigo? —pregunté sin comprender.
—No.
Parecia que lo decía en serio.
Fruncí las cejas.
—¿No has hablado con Alice al venir a casa?
—Sí, ¿por qué...?
—¿Vas a quitarle el Porsche?
—Claro que no. Era un regalo.
Me habría gustado verle las facciones. A juzgar por el sonido de su voz, parecía que le había insultado.
—¿No quieres saber qué hice? —le pregunté mientras empezaba a quedarme desconcertada por su aparente falta de preocupación.
Noté su encogimiento de hombros.
—Siempre me interesa todo cuanto haces, pero no tienes por que contármelo a menos que lo desees.
—Pero fui a La Push.
—Estoy al tanto.
—Y me escaqueé del instituto.
—También lo sé.
Miré hacia el lugar de procedencia de su voz mientras recorría sus rasgos con las yemas de los dedos en un intento de comprender su estado de ánimo.
—¿De dónde sale tanta tolerancia? —inquirí.
Edward suspiró.
—He decidido que tienes razón. Antes, mi problema tenía más que ver con mi... prejuicio contra los licántropos que con cualquier otra cosa. Voy a intentar ser más razonable y confiar en tu sensatez. Si tú dices que es seguro, entonces te creeré.
—¡Vaya!
—Y lo más importante..., no estoy dispuesto a que esto sea un obstáculo entre nosotros.
Apoyé la cabeza en su pecho y cerré los ojos, plenamente satisfecha.
—Bueno —murmuró como quien no quería la cosa—, ¿tenías planes para volver pronto a La Push?
No le contesté. La pregunta trajo a mi recuerdo las palabras Jacob y sentí una tirantez en la garganta. El malinterpretó mi silencio y la rigidez de mi cuerpo.
—Es sólo para que yo pueda hacer mis propios planes —se apresuró a añadir—. No quiero que te sientas obligada a anticipar tu regreso porque estoy aquí sentado, esperándote.
—No —contesté con una voz que me resultó extraña—, no tengo previsto volver.
—Ah. Por mí no lo hagas.
—Me da la sensación de que he dejado de ser bienvenida allí —susurré.
—¿Has atropellado a algún gato? —preguntó medio en broma. Sabía que no quería sonsacarme, pero noté una gran curiosidad en sus palabras.
—No —tomé aliento y murmuré atropelladamente la explicación—: Pensé que Jacob había comprendido... No creí que le sorprendiera —Edward aguardó callado mientras yo vacilaba—. El no esperaba que sucediera... tan pronto.
—Ah, ya —repuso Edward en voz baja.
—Dijo que prefería verme muerta —se me quebró la voz al decir la última palabra.
Edward se mantuvo inmóvil durante unos instantes hasta consolar su reacción; fuera cual fuera, no quería que yo la viera.
Luego, me apretó suavemente contra su pecho.
—Cuánto lo siento.
—Pensé que te alegrarías —murmuré.
—¿Alegrarme de que alguien te haya herido? —susurró con los labios cerca de mi pelo—. No creo que eso vaya a alegrarme nunca, Bella.
Suspiré y me relajé al tiempo que me acomodaba a su figura de piedra, pero él estaba inmóvil, tenso.
—¿Qué ocurre? —inquirí.
—Nada.
—Puedes decírmelo.
Se mantuvo callado durante cerca de un minuto.
—Quizá te enfades.
—Aun así, quiero saberlo.
Suspiró.
—Podría matarle, y lo digo en serio, por haberte dicho eso. Quiero hacerlo.
Reí con poco entusiasmo.
—Es estupendo que tengas tanto dominio de ti mismo.
—Podría fallar —su tono era pensativo.
—Si tu fuerza de voluntad va a flaquear, se me ocurre otro objetivo mejor —me estiré e intenté levantarme para besarle. Sus brazos me sujetaron con más fuerza y me frenaron. Suspiró.
—¿He de ser siempre yo el único sensato?
Sonreí en la oscuridad.
—No. Deja a mi cargo el tema de la responsabilidad durante unos minutos, o mejor, unas horas.
—Buenas noches, Bella.
—Espera, deseo preguntarte una cosa más.
—¿De qué se trata?
—Hablé con Rosalie ayer por la noche...
Él volvió a envararse.
—Sí, ella pensaba en eso a mi llegada. Te dio mucho en que pensar, ¿a que sí?
Su voz reflejaba ansiedad. Comprendí que él creía que yo quería hablar acerca de las razones que Rosalie me había dado para continuar siendo humana. Sin embargo, a mí me interesaba hablar de algo mucho más apremiante.
—Me habló un poco del tiempo en que tu familia vivió en Denali.
Se produjo un breve receso. Aquel comienzo le pilló desprevenido.
—¿Ah, sí?
—Mencionó algo sobre un grupo de vampiresas... y tú —Edward no me contestó a pesar de que esperé un buen rato—. No te preocupes —proseguí cuando el silencio se hizo insoportable—, ella me aseguró que no habías demostrado preferencia por ninguna, pero, ya sabes, me preguntaba si alguna de ellas lo hizo, o sea, si manifestó alguna preferencia hacia ti —él siguió callado—. ¿Quién fue? —pregunté; intentando mantener un tono despreocupado, pero sin lograrlo de todo—. ¿O hubo más de una?
No se produjo respuesta alguna. Me habría gustado verle la cara para intentar averiguar el significado de aquel mutismo.
—Alice me lo dirá —afirmé—. Voy a preguntárselo ahora mismo.
Me sujetó con más fuerza y fui incapaz de moverme ni un centímetro.
—Es tarde —dijo. Había una nota nueva en su voz, quizás un poco de nervios y también algo de vergüenza—. Además, creo que Alice ha salido...
Es algo malo —aventuré—, algo realmente malo, ¿verdad? Comencé a aterrarme. Mi corazón se aceleró cuando me imaginé a la guapísima rival inmortal que nunca antes había imaginado tener.
—Cálmate, Bella —me pidió mientras me besaba la punta de nariz—. No seas ridicula.
—¿Lo soy? Entonces, ¿por qué no me dices nada?
—Porque no hay nada que decir. Lo estás sacando todo de quicio.
—¿Cuál de ellas fue? —insistí.
Él suspiró.
—Tanya expresó un pequeño interés y yo le hice saber de modo muy cortés y caballeresco que no le correspondía. Fin de la historía.
—Dime una cosa... —intenté mantener la voz lo más sosegada posible—, ¿qué aspecto tiene?
—Como el resto de nosotros: tez clara, ojos dorados... —se apresuró a responder.
—...y, por supuesto, es extraordinariamente guapa. Noté cómo se encogía de hombros.
—Supongo que sí, a ojos de los mortales —contestó con apatía—, aunque, ¿sabes qué?
—¿Qué? —pregunté enfurruñada.
Acercó los labios a mi oído y exhaló su frío aliento antes de contestar.
—Las prefiero morenas.
—Eso significa que ella es rubia.
—Tiene el cabello de un color rubio rojizo. No es mi tipo para nada.
Le estuve dando vueltas durante un rato. Intenté concentrarme mientras recorría mi cuello con los labios una y otra vez. Durante el tercer trayecto, por fin, hablé.
—Supongo que entonces está bien —decidí.
—Um —susurró cerca mi piel—. Eres aún más adorable cuando te pones celosa. Es sorprendentemente agradable.
Torcí el gesto en la oscuridad.
—Es tarde —repitió. Su murmullo parecía casi un canturreo. Su voz era suave como la seda—. Duerme, Bella mía. Que tengas dulces sueños. Tú eres la única que me ha llegado al corazón. Siempre seré tuyo. Duerme, mi único amor.Comenzó a tararear mi nana y supe que era cuestión de tiempo que sucumbiera, por lo que cerré los ojos y me acurruqué junto a su pecho

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