Suspiritos: Editorial
EPILOGO
Una ocasión especial
Edward me ayudó a entrar en su coche. Prestó especial atención a las tiras de seda que adornaban mí vestido de gasa, las flores que él me acababa de poner en los rizos, cuidadosamente peinados, y la escayola, de tan difícil manejo. Ignoró la mueca de enfado de mis labios.
Se sentó en el asiento del conductor después de que me hubo instalado y recorrió el largo y estrecho camino de salida.
— ¿Cuándo tienes pensado decirme de qué va todo esto? —refunfuñé quejosa; odio las sorpresas de todo corazón, y él lo sabía.
—Me sorprende que aún no lo hayas adivinado —me lanzó una sonrisa burlona, y el aliento se me atascó en la garganta. ¿Es que nunca me iba a acostumbrar a un ser tan perfecto?
—Ya te he dicho lo guapo que estás, ¿no? —me aseguré.
—Sí.
Volvió a sonreír. Hasta ese instante, jamás le había visto vestido de negro, y el contraste con la piel pálida convertía su belleza en algo totalmente irreal. No había mucho que pudiera ocultar, me ponía nerviosa incluso el hecho de que llevara un traje de etiqueta...
... Aunque no tanto como mi propio vestido, o los zapatos. En realidad, un solo zapato, porque aún tenía escayolado y protegido el otro pie. Sin duda, el tacón fino, sujeto al pie sólo por unos lazos de satén, no iba a ayudarme mucho cuando intentara cojear por ahí.
—No voy a volver más a tu casa si Alice y Esme siguen tratándome como a una Barbie, como a una cobaya cada vez que venga —rezongué.
Estaba segura de que no podía salir nada bueno de nuestras indumentarias formales. A menos que..., pero me asustaba expresar en palabras mis suposiciones, incluso pensarlas.
Me distrajo entonces el timbre de un teléfono. Edward sacó el móvil del bolsillo interior de la chaqueta y rápidamente miró el número de la llamada entrante antes de contestar.
—Hola, Charlie —contestó con prevención.
— ¿Charlie? —pregunté con pánico.
La experiencia vivida hacía ahora ya más de dos meses había tenido sus consecuencias. Una de ellas era que me había vuelto hipersensible en mi relación con la gente que amaba. Había intercambiado los roles naturales de madre e hija con Renée, al menos en lo que se refería a mantener contacto con ella. Si no podía hacerlo a diario a través del correo electrónico y, aunque sabía que era innecesario pues ahora era muy feliz en Jacksonville, no descansaba hasta llamarla y hablar con ella.
Y todos los días, cuando Charlie se iba a trabajar, le decía adiós con más ansiedad de la necesaria.
Sin embargo, la cautela de la voz de Edward era harina de otro costal. Charlie se había puesto algo difícil desde que regresé a Forks. Mi padre había adoptado dos posturas muy definidas respecto a mi mala experiencia. En lo que se refería a Carlisle, sentía un agradecimiento que rayaba en la adoración. Por otro lado, se obstinaba en responsabilizar a Edward como principal culpable porque yo no me hubiera ido de casa de no ser por él. Y Edward estaba lejos de contradecirle. Durante los siguientes días fueran apareciendo reglas antes inexistentes, como toques de queda... y horarios de visita.
Edward se ladeó para mirarme al notar la preocupación en mi voz. Su rostro estaba tranquilo, lo cual suavizó mi súbita e irracional ansiedad. A pesar de eso, sus ojos parecían tocados por alguna pena especial. Entendió el motivo de mi reacción, y siguió sintiéndose responsable de cuanto me sucedía.
Algo que le estaba diciendo Charlie le distrajo de sus taciturnos pensamientos. Sus ojos dilatados por la incredulidad me hicieron estremecer de miedo hasta que una amplia sonrisa le iluminó el rostro.
— ¡Me estás tomando el pelo! —rió.
— ¿Qué pasa? —inquirí, ahora curiosa.
Me ignoró.
— ¿Por qué no me dejas que hable con él? —sugirió con evidente placer. Esperó durante unos segundos.
—Hola, Tyler; soy Edward Cullen —saludó muy educado, al menos en apariencia, pero yo ya le conocía lo bastante para detectar el leve rastro de amenaza en su tono.
¿Qué hacía Tyler en mi casa? Caí en la cuenta de la terrible verdad poco a poco. Bajé la vista para contemplar el elegante traje azul oscuro en el que Alice me había metido.
—Lamento que se haya producido algún tipo de malentendido, pero Bella no está disponible esta noche —el tono de su voz cambió, y la amenaza de repente se hizo más evidente mientras seguía hablando—. Para serte totalmente sincero, ella no va a estar disponible ninguna noche para cualquier otra persona que no sea yo. No te ofendas. Y lamento estropearte la velada —dijo, pero lo cierto es que no sonaba como si no lo sintiera en absoluto.
Cerró el teléfono con un golpe mientras se extendía por su rostro una ancha y estúpida sonrisa.
Mi rostro y mi cuello enrojecieron de ira. Notaba cómo las lágrimas producidas por la rabia empezaban a llenarme los ojos.
Me miró sorprendido.
— ¿Me he extralimitado algo al final? No quería ofenderte.
Pasé eso por alto.
— ¡Me llevas al baile de fin de curso! —grité furiosa.
Para vergüenza mía, era bastante obvio. Estaba segura de que me hubiera dado cuenta de la fecha de los carteles que decoraban los edificios del instituto de haber prestado un poco de atención, pero ni en sueños se me pasó por la imaginación que Edward pensara hacerme pasar por esto, ¿es que no me conocía de nada?
No esperaba una reacción tan fuerte, eso estaba claro. Apretó los labios y estrechó los ojos.
—No te pongas difícil, Bella.
Eché un vistazo por la ventanilla. Estábamos ya a mitad de camino del instituto.
— ¿Por qué me haces esto? —pregunté horrorizada.
—Francamente, Bella, ¿qué otra cosa creías que íbamos a hacer? señaló su traje de etiqueta con un gesto de la mano.
Estaba avergonzada. Primero, por no darme cuenta de lo evidente, y luego por haberme pasado de la raya con las vagas sospechas —expectativas, más bien— que habían ido tomando forma en mi mente a lo largo del día conforme Alice y Esme intentaban transformarme en una reina de la belleza. Mis esperanzas, a medias temidas, parecían ahora estupideces.
Había adivinado que se estaba cociendo algún acontecimiento, pero ¡el baile de fin de curso! Era lo último que se me hubiera ocurrido.
Recordé consternada que, contra mi costumbre, hoy llevaba puesto rimel, por lo que me restregué rápidamente debajo de los ojos para evitar los manchurrones. Sin embargo, tenía los dedos limpios cuando retiré la mano; Alice debía haber usado una máscara resistente al agua al maquillarme, seguramente porque intuía que algo así iba a suceder.
—Esto es completamente ridículo. ¿Por qué lloras? —preguntó frustrado.
— ¡Porque estoy loca!
—Bella...
Dirigió contra mí toda la fuerza de sus ojos dorados, llenos de reproche.
— ¿Qué? —murmuré, súbitamente distraída.
—Hazlo por mí —insistió.
Sus ojos derritieron toda mi furia. Era imposible luchar con él cuando hacía ese tipo de trampas. Me rendí a regañadientes.
—Bien —contesté con un mohín, incapaz de echar fuego por los ojos con la eficacia deseada—. Me lo tomaré con calma. Pero ya verás —advertí—. En mi caso, la mala suerte se está convirtiendo en un hábito. Seguramente me romperé la otra pierna. ¡Mira este zapato! ¡Es una trampa mortal! —levanté la pierna para reforzar la idea.
—Humm —miró atentamente mi pierna más tiempo del necesario—. Recuérdame que le dé las gracias a Alice esta noche.
— ¿Alice va a estar allí? —eso me consoló un poco.
—Con Jasper, Emmett... y Rosalie —admitió él.
Desapareció la sensación de alivio, ya que mi relación con Rosalie no avanzaba. Me llevaba bastante bien con su marido de quita y pon. Emmett me tenía por una persona divertidísima, pero ella actuaba como si yo no existiera. Mientras sacudía la cabeza para modificar el curso de mis pensamientos, me acordé de otra cosa.
— ¿Estaba Charlie al tanto de esto? —pregunté, repentinamente recelosa.
—Claro —esbozó una amplia sonrisa; luego empezó a reírse entre dientes—. Aunque Tyler, al parecer, no.
Me rechinaron los dientes. No entendía cómo Tyler se había creado esas falsas expectativas. Excepto en los pocos días soleados, Edward y yo éramos inseparables en el instituto, donde Charlie no podía interferir.
Para entonces ya habíamos llegado al instituto. Un coche destacaba entre todos los demás del aparcamiento, el descapotable rojo de Rosalie. Hoy, las nubes eran finas y algunos rayos de sol se filtraban lejos, al oeste.
Se bajó del coche y lo rodeó para abrirme la puerta. Luego, me tendió la mano.
Me quedé sentada en mi asiento, obstinada, con los brazos cruzados. Sentía una secreta punzada de satisfacción, ya que el aparcamiento estaba atestado de gente vestida de etiqueta: posibles testigos. No podría sacarme a la fuerza del coche como habría hecho de estar solos.
Suspiró.
—Hay que ver, eres valiente como un león cuando alguien quiere matarte, pero cuando se menciona el baile... —sacudió la cabeza.
Tragué saliva. Baile.
—Bella, no voy a dejar que nada te haga daño, ni siquiera tú misma. Te prometo que voy a estar contigo todo el tiempo.
Lo pensé un poco, y de repente me sentí mucho mejor. Edward lo notó en mi semblante.
—Así que ahora... —dijo con dulzura—. No puede ser tan malo.
Se inclinó y me pasó un brazo por la cintura, me apoyé en su otra mano y dejé que me sacara del coche.
En Phoenix celebran los bailes de fin de curso en el salón de recepciones de los hoteles; sin embargo, aquí, el baile se hace en el gimnasio, por supuesto. Seguro que debía de ser la única sala lo bastante amplia en la ciudad para poder organizar un baile. Cuando entramos, me dio la risa tonta. Había por todos lados arcos con globos y las paredes estaban festoneadas con guirnaldas de papel de seda.
—Parece un escenario listo para rodar una película de terror —me reí por lo bajo.
—Bueno —murmuró él mientras nos acercábamos lentamente hacia la mesa de las entradas. Edward soportaba la mayor parte de mi peso, pero aun así yo debía caminar arrastrando los pies y cojeando—, desde luego hay vampiros presentes más que de sobra.
Contemplé la pista de baile; se había abierto un espacio vacío en el centro, donde dos parejas daban vueltas con gracia. Los otros bailarines se habían apartado hacia los lados de la habitación para concederles espacio, ya que nadie se sentía capaz de competir ante tal exhibición. Nadie podía igualar la elegancia de Emmett y Jasper, que vestían trajes de etiqueta clásicos. Alice lucía un llamativo vestido de satén negro con cortes geométricos que dejaba al aire grandes triángulos de nívea piel pálida. Y Rosalie era... bueno, era Rosalie. Estaba increíble. Su ceñido vestido de vivido color púrpura mostraba un gran escote que llegaba hasta la cintura y dejaba la espalda totalmente al descubierto, y a la altura de las rodillas se ensanchaba en una amplia cola rizada. Me dieron pena todas las chicas de la habitación, incluyéndome yo.
— ¿Quieres que eche el cerrojo a las puertas mientras masacras a todos estos incautos pueblerinos? —susurré como si urdiéramos alguna conspiración.
Edward me miró.
— ¿Y de parte de quién te pondrías tú?
—Oh, me pondría de parte de los vampiros, por supuesto.
Sonrió con renuencia.
—Cualquier cosa con tal de no bailar.
—Lo que sea.
Compró las entradas y nos dirigimos hacia la pista de baile. Me apreté asustada contra su brazo y empecé a arrastrar los pies.
—Tengo toda la noche —me advirtió.
Al final, me llevó hasta el lugar donde su familia bailaba con elegancia, por cierto, en un estilo totalmente inapropiado para esta música y esta época. Los miré espantada.
—Edward —tenía la garganta tan seca que sólo conseguía hablar en susurros—. De verdad, no puedo bailar.
Sentí que el pánico rebullía en mi interior.
—No te preocupes, tonta —me contestó con un hilo de voz—. Yo sí puedo —colocó mis brazos alrededor de su cuello, me levantó en vilo y deslizó sus pies debajo de los míos.
Y de repente, nosotros también estuvimos dando vueltas en la pista de baile.
—Me siento como si tuviera cinco años —me reí después de bailar el vals sin esfuerzo alguno durante varios minutos.
—No los aparentas —murmuró Edward al tiempo que me acercaba a él hasta tener la sensación de que mis pies habían despegado del suelo y flotaban a más de medio metro.
Alice atrajo mi atención en una de las vueltas y me sonrió para infundirme valor. Le devolví la sonrisa. Me sorprendió darme cuenta de que realmente estaba disfrutando, aunque fuera sólo un poco.
—De acuerdo, esto no es ni la mitad de malo de lo que pensaba —admití.
Pero Edward miraba hacia las puertas con rostro enojado.
— ¿Qué pasa? —pregunté en voz alta.
Aunque estaba desorientada después de dar tantas vueltas, seguí la dirección de su mirada hasta ver lo que le perturbaba. Jacob Black, sin traje de etiqueta, pero con una camisa blanca de manga larga y corbata, y el pelo recogido en su sempiterna coleta, cruzaba la pista de baile hacia nosotros.
Después de que pasara la primera sorpresa al reconocerlo, no pude evitar sentirme mal por el pobre Jacob. Parecía realmente incómodo, casi de una forma insoportable. Tenía una expresión de culpabilidad cuando se encontraron nuestras miradas.
Edward gruñó muy bajito.
— ¡Compórtate! —susurré.
La voz de Edward sonó cáustica.
—Quiere hablar contigo.
En ese momento, Jacob llegó a nuestra posición. La vergüenza y la disculpa se evidenciaron más en su rostro.
—Hola, Bella, esperaba encontrarte aquí —parecía como si realmente hubiera esperado justo lo contrario, aunque su sonrisa era tan cálida como siempre.
—Hola, Jacob —sonreí a mi vez—. ¿Qué quieres?
— ¿Puedo interrumpir? —preguntó indeciso mientras observaba a Edward por primera vez.
Me sorprendió descubrir que Jacob no necesitaba alzar los ojos para mirar a Edward. Debía de haber crecido más de diez centímetros desde que le vi por vez primera.
El rostro de Edward, de expresión ausente, aparentaba serenidad. En respuesta se limitó a depositarme con cuidado en el suelo y retroceder un paso.
—Gracias —dijo Jacob amablemente.
Edward se limitó a asentir mientras me miraba atentamente antes de darme la espalda y marcharse.
Jacob me rodeó la cintura con las manos y yo apoyé mis brazos en sus hombros.
— ¡Hala, Jacob! ¿Cuánto mides ahora?
—Metro ochenta y ocho —contestó pagado de sí mismo.
No bailábamos de verdad, ya que mi pierna lo impedía. Nos balanceamos desmañadamente de un lado a otro sin mover los pies. Menos mal, porque el reciente estirón le había dejado un aspecto desgarbado y de miembros descoordinados, y probablemente era un bailarín tan malo como yo.
—Bueno, ¿y cómo es que has terminado viniendo por aquí esta noche? —pregunté sin verdadera curiosidad.
Me hacía una idea aproximada si tenía en cuenta cuál había sido la reacción de Edward.
— ¿Puedes creerte que mi padre me ha pagado veinte pavos por venir a tu baile de fin de curso? —admitió un poco avergonzado.
—Claro que sí —musité—. Bueno, espero que al menos lo estés pasando bien. ¿Has visto algo que te haya gustado? —bromeé mientras dirigía una mirada cargada de intención a un grupo de chicas alineadas contra la pared como tartas en una pastelería.
—Sí —admitió—, pero está comprometida.
Miró hacia bajo para encontrarse con mis ojos llenos de curiosidad durante un segundo. Luego, avergonzados, los dos miramos hacia otro lado.
—A propósito, estás realmente guapa —añadió con timidez.
—Vaya, gracias. ¿Y por qué te pagó Billy para que vinieras? —pregunté rápidamente, aunque conocía la respuesta.
A Jacob no pareció hacerle mucha gracia el cambio de tema. Siguió mirando a otro lado, incómodo otra vez.
—Dijo que era un lugar «seguro» para hablar contigo. Te prometo que al viejo se le está yendo la cabeza.
Me uní a su risa con desgana.
—De todos modos, me prometió conseguirme el cilindro maestro que necesito si te daba un mensaje —confesó con una sonrisa avergonzada.
—En ese caso, dámelo. Me gustaría que lograras terminar tu coche —le devolví la sonrisa.
Al menos, Jacob no creía ni una palabra de las viejas leyendas, lo que facilitaba la situación. Apoyado contra la pared, Edward vigilaba mi rostro, pero mantenía el suyo inexpresivo. Vi cómo una chica de segundo con un traje rosa le miraba con interés y timidez, pero él no pareció percatarse.
—No te enfades, ¿vale? —Jacob miró a otro lado, con aspecto culpable.
—No es posible que me enfade contigo, Jacob —le aseguré—. Ni siquiera voy a enfadarme con Billy. Di lo que tengas que decir.
—Bueno, es un tanto estúpido... Lo siento, Bella, pero quiere que dejes a tu novio. Me dijo que te lo pidiera «por favor».
Sacudió la cabeza con ademán disgustado.
—Sigue con sus supersticiones, ¿verdad?
—Sí. Se vio abrumado cuando te hiciste daño en Phoenix. No se creyó que... —Jacob no terminó la frase, sin ser consciente de ello.
—Me caí —le atajé mientras entrecerraba los ojos.
—Lo sé —contestó Jacob con rapidez.
—Billy cree que Edward tuvo algo que ver con el hecho de que me hiriera —no era una pregunta, y me enfadé a pesar de mi promesa.
Jacob rehuyó mi mirada. Ni siquiera nos molestábamos ya en seguir el compás de la música, aunque sus manos seguían en mi cintura y yo tenía las mías en sus hombros.
—Mira, Jacob, sé que probablemente Billy no se lo va a creer, pero quiero que al menos tú lo sepas —me miró ahora, notando la nueva seriedad que destilaba mi voz—. En realidad, Edward me salvó la vida. Hubiera muerto de no ser por él y por su padre.
—Lo sé —aseguró.
Parecía que la sinceridad de mis palabras le había convencido en parte y, después de todo, tal vez Jacob consiguiera convencer a su padre, al menos en ese punto.
—Jake, escucha, lamento que hayas tenido que hacer esto —me disculpé—. En cualquier caso, ya has cumplido con tu tarea, ¿de acuerdo?
—Sí —musitó. Seguía teniendo un aspecto incómodo y enfadado.
— ¿Hay más? —pregunté con incredulidad.
—Olvídalo —masculló—. Conseguiré un trabajo y ahorraré el dinero por mis propios medios.
Clavé los ojos en él hasta que nuestras miradas se encontraron. —Suéltalo y ya está, Jacob.
—Es bastante desagradable.
—No te preocupes. Dímelo —insistí.
—Vale... Pero, ostras, es que suena tan mal... —movió la cabeza—. Me pidió que te dijera, pero no que te advirtiera... —levantó una mano de mi cintura y dibujó en el aire unas comillas—: «Estaremos vigilando». El plural es suyo, no mío.
Aguardó mi reacción con aspecto circunspecto.
Se parecía tanto a la frase de una película de mafiosos que me eché a reír.
—Siento que hayas tenido que hacer esto, Jake.
Me reí con disimulo.
—No me ha importado demasiado —sonrió aliviado mientras evaluaba con la mirada mi vestido—. Entonces, ¿le puedo decir que me has contestado que deje de meterse en tus asuntos de una vez? —preguntó esperanzado.
—No —suspiré—. Agradéceselo de mi parte. Sé que lo hace por mi bien.
La canción terminó y bajé los brazos.
Sus manos dudaron un momento en mi cintura y luego miró a mi pierna inútil.
— ¿Quieres bailar otra vez, o te llevo a algún lado?
—No es necesario, Jacob —respondió Edward por mí—. Yo me hago cargo.
Jacob se sobresaltó y miró con los ojos como platos a Edward, que estaba justo a nuestro lado.
—Eh, no te he oído llegar —masculló—. Espero verte por ahí, Bella —dio un paso atrás y saludó con la mano de mala gana.
Sonreí.
—Claro, nos vemos luego.
—Lo siento —añadió antes de darse la vuelta y encaminarse hacia la puerta.
Los brazos de Edward me tomaron por la cintura en cuanto empezó la siguiente canción. Parecía de un ritmo algo rápido para bailar lento, pero a él no pareció importarle. Descansé la cabeza sobre su pecho, satisfecha.
— ¿Te sientes mejor? —le tomé el pelo.
—No del todo —comentó con parquedad.
—No te enfades con Billy —suspiré—. Se preocupa por mí sólo por el bien de Charlie. No es nada personal.
—No estoy enfadado con Billy —me corrigió con voz cortante—, pero su hijo me irrita.
Eché la cabeza hacia atrás para mirarle. Estaba muy serio.
— ¿Por qué?
—En primer lugar, me ha hecho romper mi promesa.
Le miré confundida, y él esbozó una media sonrisa cuando me explicó:
—Te prometí que esta noche estaría contigo en todo momento.
—Ah. Bueno, quedas perdonado.
—Gracias —Edward frunció el ceño—. Pero hay algo más.
Esperé pacientemente.
—Te llamó guapa —prosiguió al fin, acentuando más el ceño fruncido—. Y eso es prácticamente un insulto con el aspecto que tienes hoy. Eres mucho más que hermosa.
Me reí.
—Tu punto de vista es un poco parcial.
—No lo creo. Además, tengo una vista excelente.
Continuamos dando vueltas en la pista. Llevaba mis pies con los suyos y me estrechaba cerca de él.
— ¿Vas a explicarme ya el motivo de todo esto? —le pregunté.
Me buscó con la mirada y me contempló confundido. Yo lancé una significativa mirada hacia las guirnaldas de papel.
Se detuvo a considerarlo durante un instante y luego cambió de dirección. Me condujo a través del gentío hacia la puerta trasera del gimnasio. De soslayo, vi bailar a Mike y Jessica, que me miraban con curiosidad. Jessica me saludó con la mano y de inmediato le respondí con una sonrisa. Ángela también se encontraba allí, en los brazos del pequeño Ben Cheney; parecía dichosa y feliz sin levantar la vista de los ojos de él, era una cabeza más bajo que ella. Lee y Samantha, Lauren, acompañada por Conner, también nos miraron. Era capaz de recordar los nombres de todos aquellos que pasaban delante de mí a una velocidad de vértigo. De pronto, nos encontramos fuera del gimnasio, a la suave y fresca luz de un crepúsculo mortecino.
Me tomó en brazos en cuanto estuvimos a solas. Atravesamos el umbrío jardín sin detenernos hasta llegar a un banco debajo de los madroños. Se sentó allí, acunándome contra su pecho. Visible a través de las vaporosas nubes, la luna lucía ya en lo alto e iluminaba con su nívea luz el rostro de Edward. Sus facciones eran severas y tenía los ojos turbados.
— ¿Qué te preocupa? —le interrumpí con suavidad.
Me ignoró sin apartar los ojos de la luna.
—El crepúsculo, otra vez —murmuró—. Otro final. No importa lo perfecto que sea el día, siempre ha de acabar.
—Algunas cosas no tienen por qué terminar —musité entre dientes, de repente tensa.
Suspiró.
—Te he traído al baile —dijo arrastrando las palabras y contestando finalmente a mi pregunta—, porque no deseo que te pierdas nada, ni que mi presencia te prive de nada si está en mi mano. Quiero que seas humana, que tu vida continúe como lo habría hecho si yo hubiera muerto en 1918, tal y como debería haber sucedido.
Me estremecí al oír sus palabras y luego sacudí la cabeza con enojo.
— ¿Y en qué extraña dimensión paralela habría asistido al baile alguna vez por mi propia voluntad? Si no fueras cien veces más fuerte que yo, nunca habrías conseguido traerme.
Esbozó una amplia sonrisa, pero la alegría de esa sonrisa no llegó a los ojos.
—Tú misma has reconocido que no ha sido tan malo.
—Porque estaba contigo.
Permanecimos inmóviles durante un minuto. Edward contemplaba la luna, y yo a él. Deseaba encontrar la forma de explicarle qué poco interés tenía yo en llevar un vida humana normal.
— ¿Me contestarás si te pregunto algo? —inquirió, mirándome con una sonrisa suave.
— ¿No lo hago siempre?
—Prométeme que lo harás —insistió, sonriente.
—De acuerdo —supe que iba a arrepentirme muy pronto.
—Parecías realmente sorprendida cuando te diste cuenta de que te traía aquí —comenzó.
—Lo estaba —le interrumpí.
—Exacto —admitió—, pero algo tendrías que suponer. Siento curiosidad... ¿Para qué pensaste que nos vestíamos de esta forma?
Sí, me arrepentí de inmediato. Fruncí los labios, dubitativa.
—No quiero decírtelo.
—Lo has prometido —objetó.
—Lo sé.
— ¿Cuál es el problema?
Me di cuenta de que él creía que lo que me impedía hablar era simplemente la vergüenza.
—Creo que te vas a enfadar o entristecer.
Enarcó las cejas mientras lo consideraba.
—De todos modos, quiero saberlo. Por favor.
Suspiré. Él aguardaba mi contestación.
—Bueno, supuse que iba a ser una especie de... ocasión especial. Ni se me pasó por la cabeza que fuera algo tan humano y común como... ¡un baile de fin de curso! —me burlé.
— ¿Humano? —preguntó cansinamente.
Había captado la palabra clave a la primera. Observé mi vestido mientras jugueteaba nerviosamente con un hilo suelto de gasa. Edward esperó en silencio mi respuesta.
—De acuerdo —confesé atropelladamente—, albergaba la esperanza de que tal vez hubieras cambiado de idea y que, después de todo, me transformaras.
Una decena de sentimientos encontrados recorrieron su rostro. Reconocí algunos, como la ira y el dolor, y, después de que se hubo serenado, la expresión de sus facciones pareció divertida.
—Pensaste que sería una ocasión para vestirse de tiros largos, ¿a que sí? —se burló, tocando la solapa de la chaqueta de su traje de etiqueta.
Torcí el gesto para ocultar mi vergüenza.
—No sé cómo van esas cosas; al menos, a mí me parecía más racional que un baile de fin de curso —Edward seguía sonriendo—. No es divertido —le aseguré.
—No, tienes razón, no lo es —admitió mientras se desvanecía su sonrisa—. De todos modos, prefiero tomármelo como una broma antes que pensar que lo dices en serio.
—Lo digo en serio.
Suspiró profundamente.
—Lo sé. ¿Y eso es lo que deseas de verdad?
La pena había vuelto a sus ojos. Me mordí el labio y asentí.
—De modo que estás preparada para que esto sea el final, el crepúsculo de tu existencia aunque apenas si has comenzado a vivir —musitó, hablando casi para sí mismo—. Estás dispuesta a abandonarlo todo.
—No es el final, sino el comienzo —le contradije casi sin aliento.
—No lo merezco —dijo con tristeza.
— ¿Recuerdas cuando me dijiste que no me percibía a mí misma de forma realista? —le pregunté, arqueando las cejas—. Obviamente, tú padeces de la misma ceguera.
—Lo sé.
Suspiré.
De repente, su voluble estado de ánimo cambió. Frunció los labios y me estudió con la mirada. Examinó mi rostro durante mucho tiempo.
— ¿Estás preparada, entonces? —me preguntó.
—Esto... —tragué saliva—. ¿Ya?
Sonrió e inclinó despacio la cabeza hasta rozar mi piel debajo de la mandíbula con sus fríos labios.
— ¿Ahora, ya? —susurró al tiempo que exhalaba su aliento frío sobre mi cuello. Me estremecí de forma involuntaria.
—Sí —contesté en un susurro para que no se me quebrara la voz.
Edward se iba a llevar un chasco si pensaba que me estaba tirando un farol. Ya había tomado mi decisión, estaba segura. No me importaba que mi cuerpo fuera tan rígido como una tabla, que mis manos se transformaran en puños y mi respiración se volviera irregular... Se rió de forma enigmática y se irguió con gesto de verdadera desaprobación.
—No te puedes haber creído de verdad que me iba a rendir tan fácilmente —dijo con un punto de amargura en su tono burlón.
—Una chica tiene derecho a soñar.
Enarcó las cejas.
— ¿Sueñas con convertirte en un monstruo?
—No exactamente —repliqué. Fruncí el ceño ante la palabra que había escogido. En verdad, era eso, un monstruo—. Más bien sueño con poder estar contigo para siempre.
Su expresión se alteró, más suave y triste a causa del sutil dolor que impregnaba mi voz.
—Bella —sus dedos recorrieron con ligereza el contorno de mis labios—. Yo voy a estar contigo..., ¿no basta con eso?
Edward puso las yemas de los dedos sobre mis labios, que esbozaron una sonrisa.
—Basta por ahora.
Torció el gesto ante mi tenacidad. Esta noche ninguno de los dos parecía darse por vencido. Espiró con tal fuerza que casi pareció un gruñido.
Le acaricié el rostro y le dije:
—Mira, te quiero más que a nada en el mundo. ¿No te basta eso?
—Sí, es suficiente —contestó, sonriendo—. Suficiente para siempre.
Y se inclinó para presionar una vez más sus labios fríos contra mi garganta.
Suspiritos: LIBRO CREPÚSCULO
PUNTO MUERTO
Vi una deslumbrante luz nívea al abrir los ojos. Estaba en una habitación desconocida de paredes blancas. Unas persianas bajadas cubrían la pared que tenía al lado. Las luces brillantes que tenía encima de la cabeza me deslumbraban. Estaba recostada en una cama dura y desnivelada, una cama con barras. Las almohadas eran estrechas y llenas de bultos. Un molesto pitido sonaba desde algún lugar cercano. Esperaba que eso significara que seguía viva. La muerte no podía ser tan incómoda.
Unos tubos traslúcidos se enroscaban alrededor de mis manos y debajo de la nariz tenía un objeto pegado al rostro. Alcé la mano para quitármelo.
—No lo hagas.
Unos dedos helados me atraparon la mano.
— ¿Edward?
Ladeé levemente la cabeza y me encontré con su rostro exquisito a escasos centímetros del mío. Reposaba el mentón sobre el extremo de mi almohada. Comprendí que seguía con vida, pero esta vez con gratitud y júbilo.
— ¡Ay, Edward! ¡Cuánto lo siento!
—Shhh... —me acalló—. Ahora todo está en orden.
— ¿Qué sucedió?
No conseguía recordarlo con claridad, y mi mente parecía resistirse cada vez que intentaba rememorarlo.
—Estuve a punto de llegar tarde. Pude no haber llegado a tiempo —susurró con voz atormentada.
— ¡Qué tonta fui! Creí que tenía a mi madre en su poder.
—Nos engañó a todos.
—Necesito telefonear a Charlie y a mamá —me percaté a pesar de la nube de confusión.
—Alice los ha llamado. Renée está aquí, bueno, en el hospital. Se acaba de marchar para comer algo.
— ¿Está aquí?
Intenté incorporarme, pero se agravó el mareo de mi cabeza. Las manos de Edward me empujaron suavemente hacia las almohadas.
—Va a volver enseguida —me prometió—, y tú necesitas permanecer en reposo.
—Pero ¿qué le has dicho? —me aterré. No quería que me calmaran. Mamá estaba allí y yo me estaba recobrando del ataque de un vampiro—. ¿Por qué le has dicho que me habían hospitalizado?
—Rodaste por dos tramos de escaleras antes de caer por una ventana —hizo una pausa—. Has de admitir que pudo suceder.
Suspiré, y me dolió. Eché una ojeada por debajo de la sábana a la parte inferior de mi cuerpo, al enorme bulto que era mi pierna.
— ¿Cómo estoy?
—Tienes rotas una pierna y cuatro costillas, algunas contusiones en la cabeza y moraduras por todo el cuerpo y has perdido mucha sangre. Te han efectuado varias transfusiones. No me gusta, hizo que olieras bastante mal durante un tiempo.
—Eso debió de suponer un cambio agradable para ti.
—No, me gusta cómo hueles.
— ¿Cómo lo conseguiste? —pregunté en voz baja.
De inmediato, supo a qué me refería.
—No estoy seguro.
Rehuyó la mirada de mis ojos de asombro al tiempo que alzaba mi mano vendada y la sostenía gentilmente con la suya, teniendo mucho cuidado de no romper un cable que me conectaba a uno de los monitores.
Esperé pacientemente a que me contara lo demás.
Suspiró sin devolverme la mirada.
—Era imposible contenerse —susurró—, imposible. Pero lo hice —al fin, alzó la mirada y esbozó una media sonrisa—. Debe de ser que te quiero.
— ¿No tengo un sabor tan bueno como mi olor?
Le devolví la sonrisa y me dolió toda la cara.
—Mejor aún, mejor de lo que imaginaba.
—Lo siento —me disculpé.
Miró al techo.
—Tienes mucho por lo que disculparte.
— ¿Por qué debería disculparme?
—Por estar a punto de apartarte de mí para siempre.
—Lo siento —pedí perdón otra vez.
—Sé por qué lo hiciste —su voz resultaba reconfortante—. Sigue siendo una locura, por supuesto. Deberías haberme esperado, deberías habérmelo dicho.
—No me hubieras dejado ir.
—No —se mostró de acuerdo—. No te hubiera dejado.
Estaba empezando a rememorar algunos de los recuerdos más desagradables. Me estremecí e hice una mueca de dolor.
Edward se preocupó de inmediato.
—Bella, ¿qué te pasa?
— ¿Qué le ocurrió a James?
—Emmett y Jasper se encargaron de él después de que te lo quitase de encima —concluyó Edward, que hablaba con un hondo pesar.
Aquello me confundió.
—No vi a ninguno de los dos allí.
—Tuvieron que salir de la habitación... Había demasiada sangre.
—Pero Alice y Carlísle... —apunté maravillada.
—Ya sabes, ambos te quieren.
De repente, el recuerdo de las dolorosas imágenes de la última vez que la había visto me recordó algo.
— ¿Ha visto Alice la cinta de vídeo? —pregunté con inquietud.
—Sí —una nueva nota endureció la voz de Edward, una nota de puro odio.
—Alice siempre vivió en la oscuridad, por eso no recordaba nada.
—Lo sé, y ahora, ella por fin lo entiende todo —su voz sonaba tranquila, pero su rostro estaba oscurecido por la furia.
Intenté tocarle la cara con la mano libre, pero algo me lo impidió. Al bajar la mirada descubrí la vía intravenosa sujeta al dorso de la mano.
— ¡Ay! —exclamé con un gesto de dolor.
— ¿Qué sucede? —preguntó preocupado.
Se distrajo algo, pero no lo suficiente. Su mirada continuó teniendo un aspecto siniestro.
— ¡Agujas! —le expliqué mientras apartaba la vista de la vía intravenosa.
Fijé la vista en un azulejo combado del techo e intenté respirar hondo a pesar del dolor en las costillas.
— ¡Te asustan las agujas! —murmuró Edward para sí en voz baja y moviendo la cabeza—. ¿Un vampiro sádico que pretende torturarla hasta la muerte? Claro, sin problemas, ella se escapa para reunirse con él. Pero una vía intravenosa es otra cosa...
Puse los ojos en blanco. Me alegraba saber que al menos su reacción estaba libre de dolor. Decidí cambiar de tema.
— ¿Por qué estás aquí?
Me miró fijamente; confundido al principio y herido después. Frunció el entrecejo hasta el punto de que las cejas casi se tocaron.
— ¿Quieres que me vaya?
— ¡No! —Protesté de inmediato, aterrada sólo de pensarlo—. No, lo que quería decir es ¿por qué cree mi madre que estás aquí? Necesito tener preparada mi historia antes de que ella vuelva.
—Ah —las arrugas desaparecieron de su frente—. He venido a Phoenix para hacerte entrar en razón y convencerte de que vuelvas a Forks ——abrió los ojos con tal seriedad y sinceridad que hasta yo misma estuve a punto de creérmelo—. Aceptaste verme y acudiste en coche hasta el hotel en el que me alojaba con Carlisle y Alice. Yo estaba bajo la supervisión paterna, por supuesto —agregó en un despliegue de virtuosismo—, pero te tropezaste cuando ibas de camino a mi habitación y bueno, ya sabes el resto. No necesitas acordarte de ningún detalle, aunque dispones de una magnífica excusa para poder liar un poco los aspectos más concretos.
Lo pensé durante unos instantes.
—Esa historia tiene algunos flecos, como la rotura de los cristales...
—En realidad, no. Alice se ha divertido un poco preparando pruebas. Se ha puesto mucho cuidado en que todo parezca convincente. Probablemente, podrías demandar al hotel si así lo quisieras. No tienes de qué preocuparte —me prometió mientras me acariciaba la mejilla con el más leve de los roces—. Tu único trabajo es curarte.
No estaba tan atontada por el dolor ni la medicación como para no reaccionar a su caricia. El indicador del holter al que estaba conectada comenzó a moverse incontroladamente. Ahora, él no era el único en oír el errático latido de mi corazón.
—Esto va a resultar embarazoso —musité para mí.
Rió entre dientes y me estudió con la mirada antes de decir:
—Humm... Me pregunto si...
Se inclinó lentamente. El pitido se aceleró de forma salvaje antes de que sus labios me rozaran, pero cuando lo hicieron con una dulce presión, se detuvo del todo.
Torció el gesto.
—Parece que debo tener contigo aún más cuidado que de costumbre...
—Todavía no había terminado de besarte —me quejé—. No me obligues a ir a por ti.
Esbozó una amplia sonrisa y se inclinó para besarme suavemente en los labios. El monitor enloqueció.
Pero en ese momento, los labios se tensaron y se apartó.
—Me ha parecido oír a tu madre ——comentó, sonriendo de nuevo.
—No te vayas —chillé.
Sentí una oleada irracional de pánico. No podía dejarle marchar... Podría volver a desaparecer. Edward leyó el terror de mis ojos en un instante y me prometió solemnemente:
—No lo haré —entonces, sonrió—. Me voy a echar una siesta.
Se desplazó desde la dura silla de plástico situada cerca de mí hasta el sillón reclinable de cuero de imitación color turquesa que había al pie de mi cama. Se tumbó de espaldas y cerró los ojos. Se quedó totalmente quieto.
—Que no se te olvide respirar —susurré con sarcasmo.
Suspiró profundamente, pero no abrió los ojos.
Entonces oí a mi madre, que caminaba en compañía de otra persona, tal vez una enfermera. Su voz reflejaba cansancio y preocupación. Quise levantarme de un salto y correr hacia ella para calmarla y prometerle que todo iba bien. Pero no estaba en condiciones de hacerlo, por lo que aguardé con impaciencia.
La puerta se abrió una fracción y ella asomó la cabeza con cuidado.
— ¡Mamá! —susurré, henchida de amor y alivio.
Se percató de la figura inmóvil de Edward sobre el sillón reclinable y se dirigió de puntillas al lado de mi cama.
—Nunca se aleja de ti, ¿verdad? —musitó para sí.
—Mamá, ¡cuánto me alegro de verte!
Las cálidas lágrimas me cayeron sobre las mejillas al inclinarse para abrazarme con cuidado.
—Bella, me sentía tan mal...
—Lo siento, mamá, pero ahora todo va bien —la reconforté—, no pasa nada.
—Estoy muy contenta de que al final hayas abierto los ojos.
Se sentó al borde de mi cama.
De pronto me di cuenta de que no tenía ni idea de qué día era.
— ¿Qué día es?
—Es viernes, cielo, has permanecido desmayada bastante tiempo.
— ¿Viernes? —me sorprendí. Intenté recordar qué día fue cuando... No, no quería pensar en eso.
—Te han mantenido sedada bastantes horas, cielo. Tenías muchas heridas.
—Lo sé —me dolían todas.
—Has tenido suerte de que estuviera allí el doctor Cullen. Es un hombre encantador, aunque muy joven. Se parece más a un modelo que a un médico...
— ¿Has conocido a Carlisle?
—Y a Alice, la hermana de Edward. Es una joven adorable.
—Lo es —me mostré totalmente de acuerdo.
Se giró para mirar a Edward, que yacía en el sillón con los ojos cerrados.
—No me habías dicho que tenías tan buenos amigos en Forks.
Me encogí, y luego me quejé.
— ¿Qué te duele? —preguntó preocupada, girándose de nuevo hacia mí.
Los ojos de Edward se centraron en mi rostro.
—Estoy bien —les aseguré—, pero debo acordarme de no moverme.
Edward volvió a reclinarse y sumirse en su falso sueño.
Aproveché la momentánea distracción para mantener la conversación lejos de mi más que candido comportamiento.
— ¿Cómo está Phil? —pregunté rápidamente.
—En Florida. ¡Ay, Bella, nunca te lo hubieras imaginado! Llegaron las mejores noticias justo cuando estábamos a punto de irnos.
— ¿Ha firmado? —aventuré.
—Sí. ¿Cómo lo has adivinado? Ha firmado con los Suns, ¿te lo puedes creer?
—Eso es estupendo, mamá —contesté con todo el entusiasmo que fui capaz de simular, aunque no tenía mucha idea de a qué se estaba refiriendo.
—Jacksonville te va a gustar mucho —dijo efusivamente—. Me preocupé un poco cuando Phil empezó a hablar de ir a Akron, con toda esa nieve y el mal tiempo, ya sabes cómo odio el frío. Pero ¡Jacksonville! Allí siempre luce el sol, y en realidad la humedad no es tan mala. Hemos encontrado una casa de primera, de color amarillo con molduras blancas, un porche idéntico al de las antiguas películas y un roble enorme. Está a sólo unos minutos del océano y tendrás tu propio cuarto de baño...
—Aguarda un momento, mamá —la interrumpí. Edward mantuvo los ojos cerrados, pero parecía demasiado crispado para poder dar la impresión de que estaba dormido——. ¿De qué hablas? No voy a ir a Florida. Vivo en Forks.
—Pero ya no tienes que seguir haciéndolo, tonta —se echó a reír—. Phil ahora va a poder estar más cerca... Hemos hablado mucho al respecto y lo que voy a hacer es perderme los partidos de fuera para estar la mitad del tiempo contigo y la otra mitad con él...
—Mamá —vacilé mientras buscaba la mejor forma de mostrarme diplomática—, quiero vivir en Forks. Ya me he habituado al instituto y tengo un par de amigas... —ella miró a Edward mientras le hablaba de mis amigas, por lo que busqué otro tipo de justificación—. Además, Charlie me necesita. Está muy solo y no sabe cocinar.
— ¿Quieres quedarte en Forks? —me preguntó aturdida. La idea le resultaba inconcebible. Entonces volvió a posar sus ojos en Edward—. ¿Por qué?
—Te lo digo... El instituto, Charlie... —me encogí de hombros. No fue una buena idea—. ¡Ay!
Sus manos revolotearon de forma indecisa encima de mí mientras encontraba un lugar adecuado para darme unas palmaditas. Y lo hizo en la frente, que no estaba vendada.
—Bella, cariño, tú odias Forks —me recordó.
—No es tan malo.
Renée frunció el gesto. Miraba de un lado a otro, ora a Edward, ora a mí, en esta ocasión con detenimiento.
— ¿Se trata de este chico? —susurró.
Abrí la boca para mentir, pero estaba estudiando mi rostro y supe que lo descubriría.
—En parte, sí —admití. No era necesario confesar la enorme importancia de esa parte—. Bueno ——pregunté—, ¿no has tenido ocasión de hablar con Edward?
—Sí —vaciló mientras contemplaba su figura perfectamente inmóvil—, y quería hablar contigo de eso.
Oh, oh.
— ¿De qué?
—Creo que ese chico está enamorado de ti —me acusó sin alzar el volumen de la voz.
—Eso creo yo también —le confié.
— ¿Y qué sientes por él? —mamá apenas podía controlar la intensa curiosidad en la voz.
Suspiré y miré hacia otro lado. Por mucho que quisiera a mi madre, ésa no era una conversación que quisiera sostener con ella.
—Estoy loca por él.
¡Ya estaba dicho! Eso se parecía demasiado a lo que diría una adolescente sobre su primer novio.
—Bueno, parece muy buena persona, y, ¡válgame Dios!, es increíblemente bien parecido, pero, Bella, eres tan joven...
Hablaba con voz insegura. Hasta donde podía recordar, ésta era la primera vez que había intentado parecer investida de autoridad materna desde que yo tenía ocho años. Reconocí el razonable pero firme tono de voz de las conversaciones que había tenido con ella sobre los hombres.
—Lo sé, mamá. No te preocupes. Sólo es un enamoramiento de adolescente —la tranquilicé.
—Está bien —admitió. Era fácil de contentar.
Entonces, suspiró y giró la cabeza para contemplar el gran reloj redondo de la pared.
— ¿Tienes que marcharte?
Se mordió el labio.
—Se supone que Phil llamará dentro de poco... No sabía que ibas a despertar...
—No pasa nada, mamá —intenté disimular el alivio que sentía para no herir sus sentimientos—. No me quedo sola.
—Pronto estaré de vuelta. He estado durmiendo aquí, ya lo sabes —anunció, orgullosa de sí misma.
—Mamá, ¡no tenías por qué hacerlo! Podías dormir en casa. Ni siquiera me di cuenta.
El efecto de los calmantes en mi mente dificultaba mi concentración incluso en ese momento, aunque al parecer había estado durmiendo durante varios días.
—Estaba demasiado nerviosa —admitió con vergüenza—. Se ha cometido un delito en el vecindario y no me gustaba quedarme ahí sola.
— ¿Un delito? —pregunté alarmada.
—Alguien irrumpió en esa academia de baile que había a la vuelta de la esquina y la quemó hasta los cimientos... ¡No ha quedado nada! Dejaron un coche robado justo en frente. ¿Te acuerdas de cuando ibas a bailar allí, cariño?
—Me acuerdo —me estremecí y acto seguido hice una mueca de dolor.
—Me puedo quedar, niña, si me necesitas.
—No, mamá, voy a estar bien. Edward estará conmigo.
Renée me miró como si ése fuera el motivo por el que quería quedarse.
—Estaré de vuelta a la noche.
Parecía mucho más una advertencia que una promesa, y miraba a Edward mientras pronunciaba esas palabras.
—Te quiero, mamá.
—Y yo también, Bella. Procura tener más cuidado al caminar, cielo. No quiero perderte.
Edward continuó con los ojos cerrados, pero una enorme sonrisa se extendió por su rostro.
En ese momento entró animadamente una enfermera para revisar todos los tubos y goteros. Mi madre me besó en la frente, me palmeó la mano envuelta en gasas y se marchó.
La enfermera estaba revisando la lectura del gráfico impreso por mi holter.
— ¿Te has sentido alterada, corazón? Hay un momento en que tu ritmo cardiaco ha estado un poco alto.
—Estoy bien —le aseguré.
—Le diré a la enfermera titulada que se encarga de ti que te has despertado. Vendrá a verte enseguida.
Edward estuvo a mi lado en cuanto ella cerró la puerta.
— ¿Robasteis un coche?
Arqueé las cejas y él sonrió sin el menor indicio de arrepentimiento.
—Era un coche estupendo, muy rápido.
— ¿Qué tal tu siesta?
—Interesante —contestó mientras entrecerraba los ojos.
— ¿Qué ocurre?
—Estoy sorprendido —bajó la mirada mientras respondía—. Creí que Florida y tu madre... Creí que era eso lo que querías.
Le miré con estupor.
—Pero en Florida tendrías que permanecer dentro de una habitación todo el día. Sólo podrías salir de noche, como un auténtico vampiro.
Casi sonrió, sólo casi. Entonces, su rostro se tornó grave.
—Me quedaría en Forks, Bella, allí o en otro lugar similar —explicó—. En un sitio donde no te pueda causar más daño.
Al principio, no entendí lo que pretendía decirme. Continué observándole con la mirada perdida mientras las palabras iban encajando una a una en mi mente como en un horrendo puzzle. Apenas era consciente del sonido de mi corazón al acelerarse, aunque sí lo fui del dolor agudo que me producían mis maltrechas costillas cuando comencé a hiperventilar.
Edward no dijo nada. Contempló mi rostro con recelo cuando un dolor que no tenía nada que ver con mis huesos rotos, uno infinitamente peor, amenazaba con aplastarme.
Otra enfermera entró muy decidida en ese momento. Edward se sentó, inmóvil como una estatua, mientras ella evaluaba mi expresión con ojo clínico antes de volverse hacia las pantallas de los indicadores.
— ¿No necesitas más calmantes, cariño? —preguntó con amabilidad mientras daba pequeños golpecitos para comprobar el gotero del suero.
—No, no —mascullé, intentando ahogar la agonía de mi voz—. No necesito nada.
No me podía permitir cerrar los ojos en ese momento.
—No hace falta que te hagas la valiente, cielo. Es mejor que no te estreses. Necesitas descansar —ella esperó, pero me limité a negar con la cabeza—. De acuerdo. Pulsa el botón de llamada cuando estés lista.
Dirigió a Edward una severa mirada y echó otra ojeada ansiosa a los aparatos médicos antes de salir.
Edward puso sus frías manos sobre mi rostro. Le miré con ojos encendidos.
—Shhh... Bella, cálmate.
—No me dejes —imploré con la voz quebrada.
—No lo haré —me prometió—. Ahora, relájate antes de que llame a la enfermera para que te sede.
Pero mi corazón no se serenó.
—Bella —me acarició el rostro con ansiedad—. No pienso irme a ningún sitio. Estaré aquí tanto tiempo como me necesites.
— ¿Juras que no me vas a dejar? —susurré.
Intenté controlar al menos el jadeo. Tenía un dolor punzante en las costillas. Edward puso sus manos sobre el lado opuesto de mi cara y acercó su rostro al mío. Me contempló con ojos serios.
—Lo juro.
El olor de su aliento me alivió. Parecía atenuar el dolor de mi respiración. Continuó sosteniendo mi mirada mientras mi cuerpo se relajaba lentamente y el pitido recuperó su cadencia normal. Hoy, sus ojos eran oscuros, más cercanos al negro que al dorado.
— ¿Mejor? —me preguntó.
—Sí —dije cautelosa.
Sacudió la cabeza y murmuró algo ininteligible. Creí entender las palabras «reacción exagerada».
— ¿Por qué has dicho eso? —Susurré mientras intentaba evitar que me temblara la voz—. ¿Te has cansado de tener que salvarme todo el tiempo? ¿Quieres que me aleje de ti?
—No, no quiero estar sin ti, Bella, por supuesto que no. Sé racional. Y tampoco tengo problema alguno en salvarte de no ser por el hecho de que soy yo quien te pone en peligro..., soy yo la razón por la que estás aquí.
—Sí, tú eres la razón —torcí el gesto—. La razón por la que estoy aquí... viva.
—Apenas —dijo con un hilo de voz—. Cubierta de vendas y escayola, y casi incapaz de moverte.
—No me refería a la última vez en que he estado a punto de morir —repuse con creciente irritación—. Estaba pensando en las otras, puedes elegir cuál. Estaría criando malvas en el cementerio de Forks de no ser por ti.
Su rostro se crispó de dolor al oír mis palabras y la angustia no abandonó su mirada.
—Sin embargo, ésa no es la peor parte —continuó susurrando. Se comportó como si yo no hubiera hablado—. Ni verte ahí, en el suelo, desmadejada y rota —dijo con voz ahogada—, ni pensar que era demasiado tarde, ni oírte gritar de dolor... Podría haber llevado el peso de todos esos insufribles recuerdos durante el resto de la eternidad. No, lo peor de todo era sentir, saber que no podría detenerme, creer que iba a ser yo mismo quien acabara contigo.
—Pero no lo hiciste.
—Pudo ocurrir con suma facilidad.
Sabía que necesitaba calmarme, pero estaba hablando para sí mismo de dejarme, y el pánico revoloteó en mis pulmones, pugnando por salir.
—Promételo —susurré.
— ¿Qué?
—Ya sabes el qué.
Había decidido mantener obstinado una negativa y yo me estaba empezando a enfadar. Apreció el cambio operado en mi tono de voz y su mirada se hizo más severa.
—Al parecer, no tengo la suficiente voluntad para alejarme de ti, por lo que supongo que tendrás que seguir tu camino... Con independencia de que eso te mate o no —añadió con rudeza.
No me lo había prometido. Un hecho que yo no había pasado por alto. Contuve el pánico a duras penas. No me quedaban fuerzas para controlar el enojo.
—Me has contado cómo lo evitaste... Ahora quiero saber por qué —exigí.
— ¿Por qué? —repitió a la defensiva.
— ¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué no te limitaste a dejar que se extendiera la ponzoña? A estas alturas, sería como tú.
Los ojos de Edward parecieron volverse de un negro apagado. Entonces comprendí que jamás había tenido intención de permitir que me enterase de aquello. Alice debía de haber estado demasiado preocupada por las cosas que acababa de saber sobre su pasado o se había mostrado muy precavida con sus pensamientos mientras estuvo cerca de Edward, ya que estaba muy claro que éste no sabía que ella me había iniciado en el conocimiento del proceso de la conversión en vampiro. Estaba sorprendido y furioso. Bufó, y sus labios parecían cincelados en piedra.
No me iba a responder, eso estaba más que claro.
—Soy— la primera en admitir que carezco de experiencia en las relaciones —dije—, pero parece lógico que entre un hombre y una mujer ha de haber una cierta igualdad, uno de ellos no puede estar siempre lanzándose en picado para salvar al otro. Tienen que poder salvarse el uno al otro por igual.
Se cruzó de brazos junto a mi cama y apoyó en los míos su mentón con el rostro sosegado y la ira contenida. Evidentemente, había decidido no enfadarse conmigo. Esperaba tener la oportunidad de avisar a Alice antes de que los dos se pusieran al día en ese tema.
—Tú me has salvado —dijo con voz suave.
—No puedo ser siempre Lois Lane —insistí—. Yo también quiero ser Superman.
—No sabes lo que me estás pidiendo.
Su voz era dulce, pero sus ojos miraban fijamente la funda de la almohada.
—Yo creo que sí.
—Bella, no lo sabes. Llevo casi noventa años dándole vueltas al asunto, y sigo sin estar seguro
— ¿Desearías que Carlisle no te hubiera salvado?
—No, eso no —hizo una pausa antes de continuar—. Pero mi vida terminó y no he empezado nada.
—Tú eres mi vida. Eres lo único que me dolería perder.
Así, iba a tener más éxito. Resultaba fácil admitir lo mucho que le necesitaba.
Pero se mostraba muy calmado. Resuelto.
—No puedo, Bella. No voy a hacerte eso.
— ¿Por qué no? —tenía la voz ronca y las palabras no salían con el volumen que yo pretendía—. ¡No me digas que es demasiado duro! Después de hoy, supongo que en unos días... Da igual, después, eso no sería nada.
Me miró fijamente y preguntó con sarcasmo:
— ¿Y el dolor?
Palidecí. No lo pude evitar. Pero procuré evitar que la expresión de mi rostro mostrara con qué nitidez recordaba la sensación el fuego en mis venas.
—Ése es mi problema —dije—, podré soportarlo.
—Es posible llevar la valentía hasta el punto de que se convierta en locura.
—Eso no es ningún problema. Tres días. ¡Qué horror!
Edward hizo una mueca cuando mis palabras le recordaron que estaba más informada de lo que era su deseo. Le miré conteniendo el enfado, contemplando cómo sus ojos adquirían un brillo más calculador.
— ¿Y qué pasa con Charlie y Renée? —inquirió lacónicamente.
Los minutos transcurrieron en silencio mientras me devanaba los sesos para responder a su pregunta. Abrí la boca sin que saliera sonido alguno. La cerré de nuevo. Esperó con expresión triunfante, ya que sabía que yo no tenía ninguna respuesta sincera.
—Mira, eso tampoco importa —musité al fin; siempre que mentía mi voz era tan poco convincente como en este momento—. Renée ha efectuado las elecciones que le convenían... Querría que yo hiciera lo mismo. Charlie es de goma, se recuperará, está acostumbrado a ir a su aire. No puedo cuidar de ellos para siempre, tengo que vivir mi propia vida.
—Exactamente —me atajó con brusquedad—, y no seré yo quien le ponga fin.
—Si esperas a que esté en mi lecho de muerte, ¡tengo noticias para ti! ¡Ya estoy en él!
—Te vas a recuperar —me recordó.
Respiré hondo para calmarme, ignorando el espasmo de dolor que se desató. Nos miramos de hito en hito. En su rostro no había el menor atisbo de compromiso.
—No —dije lentamente—. No es así.
Su frente se pobló de arrugas.
—Por supuesto que sí. Tal vez te queden un par de cicatrices, pero...
—Te equivocas —insistí—. Voy a morir.
—De verdad, Bella. Vas a salir de aquí en cuestión de días —ahora estaba preocupado—. Dos semanas a lo sumo.
Le miré.
—Puede que no muera ahora, pero algún día moriré. Estoy más cerca de ello a cada minuto que pasa. Y voy a envejecer.
Frunció el ceño cuando comprendió mis palabras al tiempo que cerraba los ojos y presionaba sus sienes con los dedos.
—Se supone que la vida es así, que así es como debería ser, como hubiera sido de no existir yo, y yo no debería existir.
Resoplé y él abrió los ojos sorprendido.
—Eso es una estupidez. Es como si alguien a quien le ha tocado la lotería dice antes de recoger el dinero: «Mira, dejemos las cosas como están. Es mejor así», y no lo cobra.
—Difícilmente se me puede considerar un premio de lotería.
—Cierto. Eres mucho mejor.
Puso los ojos en blanco y esbozó una sonrisa forzada.
—Bella, no vamos a discutir más este tema. Me niego a condenarte a una noche eterna. Fin del asunto.
—Me conoces muy poco si te crees que esto se ha acabado —le avise—. No eres el único vampiro al que conozco.
El color de sus ojos se oscureció de nuevo.
—Alice no se atrevería.
Parecía tan aterrador que durante un momento no pude evitar creerlo. No concebía que alguien fuera tan valiente como para cruzarse en su camino.
—Alice ya lo ha visto, ¿verdad? —aventuré—. Por eso te perturban las cosas que te dice. Sabe que algún día voy a ser como tú...
—Ella también se equivoca. Te vio muerta, pero eso tampoco ha sucedido.
—Jamás me verás apostar contra Alice.
Estuvimos mirándonos largo tiempo, sin más ruido que el zumbido de las máquinas, el pitido, el goteo, el tictac del gran reloj de la pared... Al final, la expresión de su rostro se suavizó.
—Bueno —le pregunté—, ¿dónde nos deja eso?
Edward se rió forzadamente entre dientes.
—Creo que se llama punto muerto.
Suspiré.
— ¡Ay! —musité.
— ¿Cómo te encuentras? —preguntó con un ojo puesto en el botón de llamada.
—Estoy bien —mentí.
—No te creo —repuso amablemente.
—No me voy a dormir de nuevo.
—Necesitas descansar. Tanto debate no es bueno para ti.
—Así que te rindes —insinué.
—Buen intento.
Alargó la mano hacia el botón.
— ¡No!
Me ignoró.
— ¿Sí? —graznó el altavoz de la pared.
—Creo que es el momento adecuado para más sedantes —dijo con calma, haciendo caso omiso de mi expresión furibunda.
—Enviaré a la enfermera —fue la inexpresiva contestación.
—No me los voy a tomar —prometí.
Buscó con la mirada las bolsas de los goteros que colgaban junto a mi cama.
—No creo que te vayan a pedir que te tragues nada.
Comenzó a subir mi ritmo cardiaco. Edward leyó el pánico en mis ojos y suspiró frustrado.
—Bella, tienes dolores y necesitas relajarte para curarte. ¿Por qué lo pones tan difícil? Ya no te van a poner más agujas.
—No temo a las agujas —mascullé—, tengo miedo a cerrar los ojos.
Entonces, él esbozó esa sonrisa picara suya y tomó mi rostro entre sus manos.
—Te dije que no iba a irme a ninguna parte. No temas, estaré aquí mientras eso te haga feliz.
Le devolví la sonrisa e ignoré el dolor de mis mejillas.
—Entonces, es para siempre, ya lo sabes.
—Vamos, déjalo ya. Sólo es un enamoramiento de adolescente.
Sacudí la cabeza con incredulidad y me mareé al hacerlo.
—Me sorprendió que Renée se lo tragara. Sé que tú me conoces mejor.
—Eso es lo hermoso de ser humano —me dijo—. Las cosas cambian.
Se me cerraron los ojos.
—No te olvides de respirar —le recordé.
Seguía riéndose cuando la enfermera entró blandiendo una jeringuilla.
—Perdón —dijo bruscamente a Edward, que se levantó y cruzó la habitación hasta llegar al extremo opuesto, donde se apoyó contra la pared.
Se cruzó de brazos y esperó. Mantuve los ojos fijos en él, aún con aprensión. Sostuvo mi mirada con calma.
—Ya está, cielo —dijo la enfermera con una sonrisa mientras inyectaba las medicinas en la bolsa del gotero—. Ahora te vas a sentir mejor.
—Gracias —murmuré sin entusiasmo.
Las medicinas actuaron enseguida. Noté cómo la somnolencia corría por mis venas casi de inmediato.
—Esto debería conseguirlo —contestó ella mientras se me cerraban los párpados.
Luego, debió de marcharse de la habitación, ya que algo frío y liso me acarició el rostro.
—Quédate —dije con dificultad.
—Lo haré —prometió. Su voz sonaba tan hermosa como una canción de cuna— Como te dije, me quedaré mientras eso te haga feliz, todo el tiempo que eso sea lo mejor para ti.
Intenté negar con la cabeza, pero me pesaba demasiado.
—No es lo mismo —mascullé.
Se echó a reír.
—No te preocupes de eso ahora, Bella. Podremos discutir cuando despiertes.
Creo que sonreí.
—Vale.
Sentí sus labios en mi oído cuando susurró:
—Te quiero.
—Yo, también.
—Lo sé —se rió en voz baja.
Ladeé levemente la cabeza en busca de... adivinó lo que perseguía y sus labios rozaron los míos con suavidad.
—Gracias —suspiré.
—Siempre que quieras.
En realidad, estaba perdiendo la consciencia por mucho que luchara, cada vez más débilmente, contra el sopor. Sólo había una cosa que deseaba decirle.
— ¿Edward? —tuve que esforzarme para pronunciar su nombre con claridad.
— ¿Sí?
—Voy a apostar a favor de Alice.
Y entonces, la noche se me echó encima.
Suspiritos: LIBRO CREPÚSCULO
EL ANGEL
Mientras iba a la deriva, soñé.
En el lugar donde flotaba, debajo de las aguas negras, oí el sonido más feliz que mi mente podía conjurar, el más hermoso, el único que podía elevarme el espíritu y a la vez, el más espantoso. Era otro gruñido, un rugido salvaje y profundo, impregnado de la más terrible ira.
El dolor agudo que traspasaba mi mano alzada me trajo de vuelta, casi hasta la superficie, pero no era un camino de regreso lo bastante amplio para que me permitiera abrir los ojos.
Entonces, supe que estaba muerta...
... porque oí la voz de un ángel pronunciando mi nombre a través del agua densa, llamándome al único cielo que yo anhelaba.
— ¡Oh no, Bella, no! —gritó la voz horrorizada del ángel.
Se produjo un ruido, un terrible tumulto que me asustó detrás de aquel sonido anhelado. Un gruñido grave y despiadado, un sonido seco, espantoso y un lamento lleno de agonía, que repentinamente se quebró...
Yo en cambio decidí concentrarme en la voz del ángel.
— ¡Bella, por favor! ¡Bella, escúchame; por favor, por favor, Bella, por favor! —suplicaba.
Sí, quise responderle. Quería decirle algo, cualquier cosa, pero no encontraba los labios.
— ¡Carlisle! —Llamó el ángel con su voz perfecta cargada de angustia—. ¡Bella, Bella, no, oh, no, por favor, no, no!
El ángel empezó a sollozar sin lágrimas, roto de dolor.
Un ángel no debería llorar, eso no está bien. Intenté ponerme en contacto con él, decirle que todo iba a salir bien, pero las aguas eran tan profundas que me aprisionaban y no podía respirar.
Sentí un punto de dolor taladrarme la cabeza. Dolía mucho, pero entonces, mientras ese dolor irrumpía a través de la oscuridad para llegar hasta mí, acudieron otros mucho más fuertes. Grité mientras intentaba aspirar aire y emerger de golpe del estanque oscuro.
— ¡Bella! —gritó el ángel.
—Ha perdido algo de sangre, pero la herida no es muy profunda —explicaba una voz tranquila—. Echa una ojeada a su pierna, está rota.
El ángel reprimió en los labios un aullido de ira.
Sentí una punzada aguda en el costado. Aquel lugar no era el cielo, más bien no. Había demasiado dolor aquí para que lo fuera.
—Y me temo que también lo estén algunas costillas —continuó la voz serena de forma metódica.
Aquellos dolores agudos iban remitiendo. Sin embargo, apareció uno nuevo, una quemazón en la mano que anulaba a todos los demás.
Alguien me estaba quemando.
—Edward —intenté decirle, pero mi voz sonaba pastosa y débil. Ni yo era capaz de entenderme.
—Bella, te vas a poner bien. ¿Puedes oírme, Bella? Te amo.
—Edward —lo intenté de nuevo, parecía que se me iba aclarando la voz.
—Sí, estoy aquí.
—Me duele —me quejé.
—Lo sé, Bella, lo sé —entonces, a lo lejos, le escuché preguntar angustiado—. ¿No puedes hacer nada?
—Mi maletín, por favor... No respires, Alice, eso te ayudará —aseguró Carlisle.
— ¿Alice? —gemí.
—Está aquí, fue ella la que supo dónde podíamos encontrarte.
—Me duele la mano —intenté decirle.
—Lo sé, Bella, Carlisle te administrará algo que te calme el dolor.
— ¡Me arde la mano! —conseguí gritar, saliendo al fin de la oscuridad y pestañeando sin cesar.
No podía verle la cara porque una cálida oscuridad me empañaba los ojos. ¿Por qué no veían el fuego y lo apagaban?
La voz de Edward sonó asustada.
— ¿Bella?
— ¡Fuego! ¡Que alguien apague el fuego! —grité mientras sentía cómo me quemaba.
— ¡Carlisle! ¡La mano!
—La ha mordido.
La voz de Carlisle había perdido la calma, estaba horrorizado. Oí cómo Edward se quedaba sin respiración, del espanto.
—Edward, tienes que hacerlo —dijo Alice, cerca de mi cabeza; sus dedos fríos me limpiaron las lágrimas.
— ¡No! —rugió él.
—Alice —gemí.
—Hay otra posibilidad —intervino Carlisle.
— ¿Cuál? —suplicó Edward.
—Intenta succionar la ponzoña, la herida es bastante limpia.
Mientras Carlisle hablaba podía sentir cómo aumentaba la presión en mi cabeza, y algo pinchaba y tiraba de la piel. El dolor que esto me provocaba desaparecía ante la quemazón de la mano.
— ¿Funcionará? —Alice parecía tensa.
—No lo sé —reconoció Carlisle—, pero hay que darse prisa.
—Carlisle, yo... —Edward vaciló—. No sé si voy a ser capaz de hacerlo.
La angustia había aparecido de nuevo en la voz del ángel.
—Sea lo que sea, es tu decisión, Edward. No puedo ayudarte. Debemos cortar la hemorragia si vas a sacarle sangre de la mano.
Me retorcí prisionera de esta ardiente tortura, y el movimiento hizo que el dolor de la pierna llameara de forma escalofriante.
— ¡Edward! —grité y me di cuenta de que había cerrado los ojos de nuevo. Los abrí, desesperada por volver a ver su rostro y allí estaba. Por fin pude ver su cara perfecta, mirándome fijamente, crispada en una máscara de indecisión y pena.
—Alice, encuentra algo para que le entablille la pierna —Carlisle seguía inclinado sobre mí, haciendo algo en mi cabeza—. Edward, has de hacerlo ya o será demasiado tarde.
El rostro de Edward se veía demacrado. Le miré a los ojos y al fin la duda se vio sustituida por una determinación inquebrantable. Apretó las mandíbulas y sentí sus dedos fuertes y frescos en mi mano ardiente, colocándola con cuidado. Entonces inclinó la cabeza sobre ella y sus labios fríos presionaron contra mi piel.
El dolor empeoró. Aullé y me debatí entre las manos heladas que me sujetaban. Oí hablar a Alice, que intentaba calmarme. Algo pesado me inmovilizó la pierna contra el suelo y Carlisle me sujetó la cabeza en el torno de sus brazos de piedra.
Entonces, despacio, dejé de retorcerme conforme la mano se me entumecía más y más. El fuego se había convertido en un rescoldo mortecino que se concentraba en un punto más pequeño.
Y mientras el dolor desaparecía, sentí cómo perdía la conciencia, deslizándome hacia alguna parte. Me aterraba volver a aquellas aguas negras y perderme de nuevo en la oscuridad.
—Edward —intenté decir, pero no conseguí escuchar mi propia voz, aunque ellos sí parecieron oírme.
—Está aquí a tu lado, Bella.
—Quédate, Edward, quédate conmigo...
—Aquí estoy.
Parecía agotado, pero triunfante. Suspiré satisfecha. El fuego se había apagado y los otros dolores se habían mitigado mientras el sopor se extendía por todo mi cuerpo.
— ¿Has extraído toda la ponzoña? —preguntó Carlisle desde un lugar muy, muy lejano.
—La sangre está limpia —dijo Edward con serenidad—. Puedo sentir el sabor de la morfina.
— ¿Bella? —me llamó Carlisle.
Hice un esfuerzo por contestarle.
— ¿Mmm?
— ¿Ya no notas la quemazón?
—No —suspiré—. Gracias, Edward.
—Te quiero —contestó él.
—Lo sé —inspiré aire, me sentía tan cansada...
Y entonces escuché mi sonido favorito sobre cualquier otro en el mundo: la risa tranquila de Edward, temblando de alivio.
— ¿Bella? —me preguntó Carlisle de nuevo. Fruncí el entrecejo, quería dormir.
— ¿Qué?
— ¿Dónde está tu madre?
—En Florida —suspiré de nuevo—. Me engañó, Edward. Vio nuestros vídeos.
La indignación de mi voz sonaba lastimosamente débil...
Pero eso me lo recordó.
—Alice —intenté abrir los ojos—. Alice, el vídeo... Él te conocía, conocía tu procedencia —quería decírselo todo de una vez, pero mi voz se iba debilitando. Me sobrepuse a la bruma de mi mente para añadir—: Huelo gasolina.
—Es hora de llevársela —dijo Carlisle.
—No, quiero dormir —protesté.
—Duérmete, mi vida, yo te llevaré —me tranquilizó Edward.
Y entonces me tomó en sus brazos, acunada contra su pecho, y floté, sin dolor ya.
Las últimas palabras que oí fueron:
—Duérmete ya, Bella.
Suspiritos: LIBRO CREPÚSCULO
EL JUEGO DEL ESCONDITE
Todo el pavor, la desesperación y la devastación de mi corazón habían requerido menos tiempo del que había pensado. Los minutos transcurrían con mayor lentitud de lo habitual. Jasper aún no había regresado cuando me reuní con Alice. Me atemorizaba permanecer con ella en la misma habitación —por miedo a lo que pudiera adivinar— tanto como rehuirla, por el mismo motivo.
Creía que mis pensamientos torturados y volubles harían que fuera incapaz de sorprenderme por nada, pero me sorprendí de verdad cuando la vi doblarse sobre el escritorio, aferrándose al borde con ambas manos.
— ¿Alice?
No reaccionó cuando mencioné su nombre, pero movía la cabeza de un lado a otro. Vi su rostro y la expresión vacía y aturdida de su mirada. De inmediato pensé en mi madre. ¿Era ya demasiado tarde?
Me apresuré a acudir junto a ella y sin pensarlo, extendí la mano para tocar la suya.
— ¡Alice! —exclamó Jasper con voz temblorosa.
Este ya se hallaba a su lado, justo detrás, cubriéndole las manos con las suyas y soltando la presa que la aferraba a la mesa. Al otro lado de la sala de estar, la puerta de la habitación se cerró sola con suave chasquido.
— ¿Qué ves? —exigió saber.
Ella apartó el rostro de mí y lo hundió en el pecho de Jasper.
—Bella —dijo Alice.
—Estoy aquí —repliqué.
Aunque con una expresión ausente, Alice giró la cabeza hasta que nuestras miradas se engarzaron. Comprendí inmediatamente que no me hablaba a mí, sino que había respondido a la pregunta de Jasper.
— ¿Qué has visto? —inquirí. Pero en mi voz átona e indiferente no había ninguna pregunta de verdad.
Jasper me estudió con atención. Mantuve la expresión ausente y esperé. Estaba confuso y su mirada iba del rostro de Alice al mío mientras sentía el caos... Yo había adivinado lo que acababa de ver Alice.
Sentí que un remanso de tranquilidad se instalaba en mi interior, y celebré la intervención de Jasper, ya que me ayudaba a disciplinar mis emociones y mantenerlas bajo control.
Alice también se recobró y al final, con voz sosegada y convincente, contestó:
—En realidad, nada. Sólo la misma habitación de antes.
Por último, me miró con expresión dulce y retraída antes de preguntar:
— ¿Quieres desayunar?
—No, tomaré algo en el aeropuerto.
También yo me sentía muy tranquila. Me fui al baño a darme una ducha. Por un momento creí que Jasper había compartido conmigo su extraño poder extrasensorial, ya que percibí la virulenta desesperación de Alice, a pesar de que la ocultaba muy bien, desesperación porque yo saliera de la habitación y ella se pudiera quedar a solas con Jasper. De ese modo, le podría contar que se estaban equivocando, que iban a fracasar...
Me preparé metódicamente, concentrándome en cada una de las pequeñas tareas. Me solté el pelo, extendiéndolo a mí alrededor, para que me cubriera el rostro. El pacífico estado de ánimo en que Jasper me había sumido cumplió su cometido y me ayudó a pensar con claridad y a planear. Rebusqué en mi petate hasta encontrar el calcetín lleno de dinero y lo vacié en mi monedero.
Ardía en ganas de llegar al aeropuerto y estaba de buen humor cuando nos marchamos a eso de las siete de la mañana. En esta ocasión, me senté sola en el asiento trasero mientras que Alice reclinaba la espalda contra la puerta, con el rostro frente a Jasper, aunque cada pocos segundos me lanzaba miradas desde detrás de sus gafas de sol.
— ¿Alice? —pregunté con indiferencia.
— ¿Sí? —contestó con prevención.
— ¿Cómo funcionan tus visiones? —miré por la ventanilla lateral y mi voz sonó aburrida—. Edward me dijo que no eran definitivas, que las cosas podían cambiar.
El pronunciar el nombre de Edward me resultó más difícil de lo esperado, y esa sensación debió alertar a Jasper, ya que poco después una fresca ola de serenidad inundó el vehículo.
—Sí, las cosas pueden cambiar... —murmuró, supongo que de forma esperanzada—. Algunas visiones se aproximan a la verdad más que otras, como la predicción metereológica. Resulta más difícil con los hombres. Sólo veo el curso que van a tomar las cosas cuando están sucediendo. El futuro cambia por completo una vez que cambian la decisión tomada o efectúan otra nueva, por pequeña que sea.
Asentí con gesto pensativo.
—Por eso no pudiste ver a James en Phoenix hasta que no decidió venir aquí.
—Sí —admitió, mostrándose todavía cautelosa.
Y tampoco me había visto en la habitación de los espejos con James hasta que no accedí a reunirme con él. Intenté no pensar en qué otras cosas podría haber visto, ya que no quería que el pánico hiciera recelar aún más a Jasper. De todos modos, los dos iban a redoblar la atención con la que me vigilaban a raíz de la visión de Alice. La situación se estaba volviendo imposible.
La suerte se puso de mi parte cuando llegamos al aeropuerto, o tal vez sólo era que habían mejorado mis probabilidades. El avión de Edward iba a aterrizar en la terminal cuatro, la más grande de todas, pero tampoco era extraño que fuera así, ya que allí aterrizaban la mayor parte de los vuelos. Sin duda, era la terminal que más me convenía —la más grande y la que ofrecía mayor confusión—, y en el nivel tres había una puerta que posiblemente sería mi única oportunidad.
Aparcamos en el cuarto piso del enorme garaje. Fui yo quien los guié, ya que, por una vez, conocía el entorno mejor que ellos. Tomamos el ascensor para descender al nivel tres, donde bajaban los pasajeros. Alice y Jasper se entretuvieron mucho rato estudiando el panel de salida de los vuelos. Los escuchaba discutiendo las ventajas e inconvenientes de Nueva York, Chicago, Atlanta, lugares que nunca había visto, y que, probablemente, nunca vería.
Esperaba mi oportunidad con impaciencia, incapaz de evitar que mi pie zapateara en el suelo. Nos sentamos en una de las largas filas de sillas cerca de los detectores de metales. Jasper y Alice fingían observar a la gente, pero en realidad, sólo me observaban a mí. Ambos seguían de reojo todos y cada uno de mis movimientos en la silla. Me sentía desesperanzada. ¿Podría arriesgarme a correr? ¿Se atreverían a impedir que me escapara en un lugar público como éste? ¿O simplemente me seguirían?
Saqué del bolso el sobre sin destinatario y lo coloqué encima del bolso negro de piel que llevaba Alice; ésta me miró sorprendida.
—Mi carta —le expliqué.
Asintió con la cabeza e introdujo el sobre en el bolso debajo de la solapa, de modo que Edward lo encontraría relativamente pronto.
Los minutos transcurrían e iba acercándose el aterrizaje del avión en el que viajaba Edward. Me sorprendía cómo cada una de mis células parecía ser consciente de su llegada y la anhelarla. Esa sensación me complicaba las cosas, y pronto me descubrí buscando excusas para quedarme a verle antes de escapar, pero sabía que eso me limitaba la posibilidad de huir.
Alice se ofreció varias veces para acompañarme a desayunar. —Más tarde —le dije—, todavía no.
Estudié el panel de llegadas de los vuelos, comprobando cómo uno tras otro llegaban con puntualidad. El vuelo procedente de Seattle cada vez ocupaba una posición más alta en el panel. —
Los dígitos volvieron a cambiar cuando sólo me quedaban treinta minutos para intentar la fuga. Su vuelo llegaba con diez minutos de adelanto, por lo que se me acababa el tiempo.
—Creo que me apetece comer ahora —dije rápidamente.
Alice se puso de pie.
—Iré contigo.
— ¿Te importa que venga Jasper en tu lugar? —pregunté—. Me siento un poco... —no terminé la frase. Mis ojos estaban lo bastante enloquecidos como para transmitir lo que no decían las palabras.
Jasper se levantó. La mirada de Alice era confusa, pero, comprobé para alivio mío, que no sospechaba nada. Ella debía de atribuir la alteración en su visión a alguna maniobra del rastreador, más que a una posible traición por mi parte.
Jasper caminó junto a mí en silencio, con la mano en mis ríñones, como si me estuviera guiando. Simulé falta de interés por las primeras cafeterías del aeropuerto con que nos encontramos, y movía la cabeza a izquierda y derecha en busca de lo que realmente quería encontrar: los servicios para señoras del nivel tres, que estaban a la vuelta de la esquina, lejos del campo de visión de Alice.
— ¿Te importa? —pregunté a Jasper al pasar por delante—. Sólo será un momento.
—Aquí estaré —dijo él.
Eché a correr en cuanto la puerta se cerró detrás de mí. Recordé aquella ocasión en que me extravié por culpa de este baño, que tenía dos salidas.
Sólo tenía que dar un pequeño salto para ganar los ascensores cuando saliera por la otra puerta. No entraría en el campo de visión de Jasper si éste permanecía donde me había dicho. Era mi única oportunidad, por lo que tendría que seguir corriendo si él me veía. La gente se quedaba mirándome, pero los ignoré. Los ascensores estaban abiertos, esperando, cuando doblé la esquina. Me precipité hacia uno de ellos ——estaba casi lleno, pero era el que bajaba— y metí la mano entre las dos hojas de la puerta que se cerraba. Me acomodé entre los irritados pasajeros y me cercioré con un rápido vistazo de que el botón de la planta que daba a la calle estuviera pulsado. Estaba encendido cuando las puertas se cerraron.
Salí disparada de nuevo en cuanto se abrieron, a pesar de los murmullos de enojo que se levantaron a mi espalda. Anduve con lentitud mientras pasaba al lado de los guardias de seguridad, apostados junto a la cinta transportadora, preparada para correr tan pronto como viera las puertas de salida. No tenía forma de saber si Jasper ya me estaba buscando. Sólo dispondría de unos segundos si seguía mi olor. Estuve a punto de estrellarme contra los cristales mientras cruzaba de un salto las puertas automáticas, que se abrieron con excesiva lentitud.
No había ni un solo taxi a la vista a lo largo del atestado bordillo de la acera.
No me quedaba tiempo. Alice y Jasper estarían a punto de descubrir mi fuga, si no lo habían hecho ya, y me localizarían en un abrir y cerrar de ojos.
El servicio de autobús del hotel Hyatt acababa de cerrar las puertas a pocos pasos de donde me encontraba.
— ¡Espere! ——grité al tiempo que corría y le hacía señas al conductor.
—Éste es el autobús del Hyatt —dijo el conductor confundido al abrir la puerta.
—Sí. Allí es adonde voy —contesté con la respiración entrecortada, y subí apresuradamente los escalones.
Al no llevar equipaje, me miró con desconfianza, pero luego se encogió de hombros y no se molestó en hacerme más preguntas.
La mayoría de los asientos estaban vacíos. Me senté lo más alejada posible de los restantes viajeros y miré por la ventana, primero a la acera y después al aeropuerto, que se iba quedando atrás. No pude evitar imaginarme a Edward de pie al borde de la calzada, en el lugar exacto donde se perdía mi pista. No puedes llorar aún, me dije a mí misma. Todavía me quedaba un largo camino por recorrer.
La suerte siguió sonriéndome. En frente del Hyatt, una pareja de aspecto fatigado estaba sacando la última maleta del maletero de un taxi. Me bajé del autobús de un salto e inmediatamente me lancé hacia el taxi y me introduje en el asiento de atrás. La cansada pareja y el conductor del autobús me miraron fijamente.
Le indiqué al sorprendido taxista las señas de mi madre.
—Necesito llegar aquí lo más pronto posible.
—Pero esto está en Scottsdale —se quejó.
Arrojé cuatro billetes de veinte sobre el asiento.
— ¿Es esto suficiente?
—Sí, claro, chica, sin problema.
Me recliné sobre el asiento y crucé los brazos sobre el regazo. Las calles de la ciudad, que me resultaba tan familiar, pasaban rápidamente a nuestro lado, pero no me molesté ni en mirar por la ventanilla. Hice un gran esfuerzo por mantener el control y estaba resuelta a no perderlo llegada a aquel punto, ahora que había completado con éxito mi plan. No merecía la pena permitirme más miedo ni más ansiedad. El camino estaba claro, y sólo tenía que seguirlo.
Así pues, en lugar de eso cerré los ojos y pasé los veinte minutos de camino creyéndome con Edward en vez de dejarme llevar por el pánico.
Imaginé que me había quedado en el aeropuerto a la espera de su llegada. Visualicé cómo me pondría de puntillas para verle el rostro lo antes posible, y la rapidez y el garbo con que él se deslizaría entre el gentío. Entonces, tan impaciente como siempre, yo recorrería a toda prisa los pocos metros que me separaban de él para cobijarme entre sus brazos de mármol, al fin a salvo.
Me pregunté adonde habríamos ido. A algún lugar del norte, para que él pudiera estar al aire libre durante el día, o quizás a algún paraje remoto en el que nos hubiéramos tumbado al sol, juntos otra vez. Me lo imaginé en la playa, con su piel destellando como el mar. No me importaba cuánto tiempo tuviéramos que ocultarnos. Quedarme atrapada en una habitación de hotel con él sería una especie de paraíso, con la cantidad de preguntas que todavía tenía que hacerle. Podría estar hablando con él para siempre, sin dormir nunca, sin separarme de él jamás.
Vislumbré con tal claridad su rostro que casi podía oír su voz, y en ese momento, a pesar del horror y la desesperanza, me sentí feliz. Estaba tan inmersa en mi ensueño escapista que perdí la noción del tiempo transcurrido.
—Eh, ¿qué número me dijo?
La pregunta del taxista pinchó la burbuja de mi fantasía, privando de color mis maravillosas ilusiones vanas. El miedo, sombrío y duro, estaba esperando para ocupar el vacío que aquéllas habían dejado.
—Cincuenta y ocho —contesté con voz ahogada.
Me miró nervioso, pensando que quizás me iba a dar un ataque o algo parecido.
—Entonces, hemos llegado.
El taxista estaba deseando que yo saliera del coche; probablemente, albergaba la esperanza de que no le pidiera las vueltas.
—Gracias —susurré.
No hacía falta que me asustara, me recordé. La casa estaba vacía. Debía apresurarme. Mamá me esperaba aterrada, y dependía de mí.
Subí corriendo hasta la puerta y me estiré con un gesto maquinal para tomar la llave de debajo del alero. Abrí la puerta. El interior permanecía a oscuras y deshabitado, todo en orden. Volé hacia el teléfono y encendí la luz de la cocina en el trayecto. En la pizarra blanca había un número de diez dígitos escrito a rotulador con caligrafía pequeña y esmerada. Pulsé los botones del teclado con precipitación y me equivoqué. Tuve que colgar y empezar de nuevo. En esta ocasión me concentré sólo en las teclas, pulsándolas con cuidado, una por una. Lo hice correctamente. Sostuve el auricular en la oreja con mano temblorosa. Sólo sonó una vez.
—Hola, Bella ——contestó James con voz tranquila—. Lo has hecho muy deprisa. Estoy impresionado.
— ¿Se encuentra bien mi madre?
—Está estupendamente. No te preocupes, Bella, no tengo nada contra ella. A menos que no vengas sola, claro —dijo esto con despreocupación, casi divertido.
—Estoy sola.
Nunca había estado más sola en toda mi vida.
—Muy bien. Ahora, dime, ¿conoces el estudio de ballet que se encuentra justo a la vuelta de la esquina de tu casa?
—Sí, sé cómo llegar hasta allí.
—Bien, entonces te veré muy pronto.
Colgué.
Salí corriendo de la habitación y crucé la puerta hacia el calor achicharrante de la calle.
No había tiempo para volver la vista atrás y contemplar mi casa. Tampoco deseaba hacerlo tal y como se encontraba ahora, vacía, como un símbolo del miedo en vez de un santuario. La última persona en caminar por aquellas habitaciones familiares había sido mi enemigo.
Casi podía ver a mi madre con el rabillo del ojo, de pie a la sombra del gran eucalipto donde solía jugar de niña; o arrodillada en un pequeño espacio no asfaltado junto al buzón de correos, un cementerio para todas las flores que había plantado. Los recuerdos eran mejores que cualquier realidad que hoy pudiera ver, pero aun así, los aparté de mi mente rápidamente y me encaminé hacia la esquina, dejándolo todo atrás.
Me sentía torpe, como si corriera sobre arena mojada. Parecía incapaz de mantener el equilibrio sobre el cemento. Tropecé varias veces, y en una ocasión me caí. Me hice varios rasguños en las manos cuando las apoyé en la acera para amortiguar la caída. Luego me tambaleé, para volver a caerme, pero finalmente conseguí llegar a la esquina. Ya sólo me quedaba otra calle más. Corrí de nuevo, jadeando, con el rostro empapado de sudor. El sol me quemaba la piel; brillaba tanto que su intenso reflejo sobre el cemento blanco me cegaba. Me sentía peligrosamente vulnerable. Añoré la protección de los verdes bosques de Forks, de mi casa, con una intensidad que jamás hubiera imaginado.
Al doblar la última esquina y llegar a Cactus, pude ver el estudio de ballet, que conservaba el mismo aspecto exterior que recordaba. La plaza de aparcamiento de la parte delantera estaba vacía y las persianas de todas las ventanas, echadas. No podía correr—más, me asfixiaba. El esfuerzo y el pánico me habían dejado extenuada. El recuerdo de mi madre era lo único que, un paso tras otro, me mantenía en movimiento.
Al acercarme vi el letrero colocado por la parte interior de la puerta. Estaba escrito a mano en papel rosa oscuro: decía que el estudio de danza estaba cerrado por las vacaciones de primavera. Aferré el pomo y lo giré con cuidado. Estaba abierto. Me esforcé por contener el aliento y abrí la puerta.
El oscuro vestíbulo estaba vacío y su temperatura era fresca. Se podía oír el zumbido del aire acondicionado. Las sillas de plástico estaban apiladas contra la pared y la alfombra olía a champú. El aula de danza orientada al oeste estaba a oscuras y podía verla a través de una ventana abierta con vistas a esa sala. El aula que daba al este, la habitación más grande, estaba iluminada a pesar de tener las persianas echadas.
Se apoderó de mí un miedo tan fuerte que me quedé literalmente paralizada. Era incapaz de dar un solo paso.
Entonces, la voz de mi madre me llamó con el mismo tono de pánico e histeria.
— ¿Bella? ¿Bella? —Me precipité hacia la puerta, hacia el sonido de su voz—. ¡Bella, me has asustado! —Continuó hablando mientras yo entraba corriendo en el aula de techos altos—. ¡No lo vuelvas a hacer nunca más!
Miré a mí alrededor, intentando descubrir de dónde venía su voz. Entonces la oí reír y me giré hacia el lugar de procedencia del sonido.
Y allí estaba ella, en la pantalla de la televisión, alborotándome el pelo con alivio. Era el Día de Acción de Gracias y yo tenía doce años. Habíamos ido a ver a mi abuela el año anterior a su muerte. Fuimos a la playa un día y me incliné demasiado desde el borde del embarcadero. Me había visto perder pie y luego mis intentos de recuperar el equilibrio. « ¿Bella? ¿Bella?», me había llamado ella asustada.
La pantalla del televisor se puso azul.
Me volví lentamente. Inmóvil, James estaba de pie junto a la salida de emergencia, por eso no le había visto al principio. Sostenía en la mano el mando a distancia. Nos miramos el uno al otro durante un buen rato y entonces sonrió.
Caminó hacia mí y pasó muy cerca. Depositó el mando al lado del vídeo. Me di la vuelta con cuidado para seguir sus movimientos.
—Lamento esto, Bella, pero ¿acaso no es mejor que tu madre no se haya visto implicada en este asunto? —dijo con voz cortés, amable.
De repente caí en la cuenta. Mi madre seguía a salvo en Florida. Nunca había oído mi mensaje. Los ojos rojo oscuro de aquel rostro inusualmente pálido que ahora tenía delante de mí jamás la habían aterrorizado. Estaba a salvo.
—Sí —contesté llena de alivio.
—No pareces enfadada porque te haya engañado.
—No lo estoy.
La euforia repentina me había insuflado coraje. ¿Qué importaba ya todo? Pronto habría terminado y nadie haría daño a Charlie ni a mamá, nunca tendrían que pasar miedo. Me sentía casi mareada. La parte más racional de mi mente me avisó de que estaba a punto de derrumbarme a causa del estrés.
— ¡Qué extraño! Lo piensas de verdad —sus ojos oscuros me examinaron con interés. El iris de sus pupilas era casi negro, pero había una chispa de color rubí justo en el borde. Estaba sediento—. He de conceder a vuestro extraño aquelarre que vosotros, los humanos, podéis resultar bastante interesantes. Supongo que observaros debe de ser toda una atracción. Y lo extraño es que muchos de vosotros no parecéis tener conciencia alguna de lo interesantes que sois.
Se encontraba cerca de mí, con los brazos cruzados, mirándome con curiosidad. Ni el rostro ni la postura de James mostraban el menor indicio de amenaza. Tenía un aspecto muy corriente, no había nada destacable en sus facciones ni en su cuerpo, salvo la piel pálida y los ojos ojerosos a los que ya me había acostumbrado. Vestía una camiseta azul claro de manga larga y unos vaqueros desgastados.
—Supongo que ahora vas a decirme que tu novio te vengará —aventuró casi esperanzado, o eso me pareció.
—No, no lo creo. De hecho, le he pedido que no lo haga.
— ¿Y qué te ha contestado?
—No lo sé —resultaba extrañamente sencillo conversar con un cazador tan gentil—. Le dejé una carta.
— ¿Una carta? ¡Qué romántico! —la voz se endureció un poco cuando añadió un punto de sarcasmo al tono educado—. ¿Y crees que te hará caso?
—Eso espero.
—Humm. Bueno, en tal caso, tenemos expectativas distintas. Como ves, esto ha sido demasiado fácil, demasiado rápido. Para serte sincero, me siento decepcionado. Esperaba un desafío mucho mayor. Y después de todo, sólo he necesitado un poco de suerte.
Esperé en silencio.
—Hice que Victoria averiguara más cosas sobre ti cuando no consiguió atrapar a tu padre. Carecía de sentido darte caza por todo el planeta cuando podía esperar cómodamente en un lugar de mi elección. Por eso, después de hablar con Victoria, decidí venir a Phoenix para hacer una visita a tu madre. Te había oído decir que regresabas a casa. Al principio, ni se me ocurrió que lo dijeras en serio, pero luego lo estuve pensando. ¡Qué predecibles sois los humanos! Os gusta estar en un entorno conocido, en algún lugar que os infunda seguridad. ¿Acaso no sería una estratagema perfecta que si te persiguiéramos acudieras al último lugar en el que deberías estar, es decir, a donde habías dicho que ibas a ir?
»Pero claro, no estaba seguro, sólo era una corazonada. Habitualmente las suelo tener sobre las presas que cazo, un sexto sentido, por llamarlo así. Escuché tu mensaje cuando entré a casa de tu madre, pero claro, no podía estar seguro del lugar desde el que llamabas. Era útil tener tu número, pero por lo que yo sabía, lo mismo podías estar en la Antártida; y el truco no funcionaría a menos que estuvieras cerca.
«Entonces, tu novio toma un avión a Phoenix. Victoria lo estaba vigilando, naturalmente; no podía actuar solo en un juego con tantos jugadores. Y así fue como me confirmaron lo que yo barruntaba, que te encontrabas aquí. Ya estaba preparado; había visto tus enternecedores vídeos familiares, por lo que sólo era cuestión de marcarse el farol.
«Demasiado fácil, como ves. En realidad, nada que esté a mi altura. En fin, espero que te equivoques con tu novio. Se llama Edward, ¿verdad?
No contesté. La sensación de valentía me abandonaba por momentos. Me di cuenta de que estaba a punto de terminar de regodearse en su victoria. Aunque, de todos modos, ya me daba igual. No había ninguna gloria para él en abatirme a mí, una débil humana.
— ¿Te molestaría mucho que también yo le dejara una cartita a tu Edward?
Dio un paso atrás y pulsó algo en una videocámara del tamaño de la palma de la mano, equilibrada cuidadosamente en lo alto del aparato de música. Una diminuta luz roja indicó que ya estaba grabando. La ajustó un par de veces, ampliando el encuadre. Lo miré horrorizada.
—Lo siento, pero dudo de que se vaya a resistir a darme caza después de que vea esto. Y no quiero que se pierda nada. Todo esto es por él, claro. Tú simplemente eres una humana, que, desafortunadamente, estaba en el sitio equivocado y en el momento equivocado, y podría añadir también, que en compañía de la gente equivocada.
Dio un paso hacia mí, sonriendo.
—Antes de que empecemos...
Sentí náuseas en la boca del estómago mientras hablaba. Esto era algo que yo no había previsto.
—Hay algo que me gustaría restregarle un poco por las narices a tu novio. La solución fue obvia desde el principio, y siempre temí que tu Edward se percatara y echara a perder la diversión. Me pasó una vez, oh, sí, hace siglos. La primera y única vez que se me ha escapado una presa.
»E1 vampiro que tan estúpidamente se había encariñado con aquella insignificante presa hizo la elección que tu Edward ha sido demasiado débil para llevar a cabo, ya ves. Cuando aquel viejo supo que iba detrás de su amiguita, la raptó del sanatorio mental donde él trabajaba —nunca entenderé la obsesión que algunos vampiros tienen por vosotros, los humanos—, y la liberó de la única forma que tenía para ponerla a salvo. La pobre criaturita ni siquiera pareció notar el dolor. Había permanecido encerrada demasiado tiempo en aquel agujero negro de su celda. Cien años antes la habrían quemado en la hoguera por sus visiones, pero en el siglo XIX te llevaban al psiquiátrico y te administraban tratamientos de electro—choque. Cuando abrió los ojos fortalecida con su nueva juventud, fue como si nunca antes hubiera visto el sol. El viejo la convirtió en un nuevo y poderoso vampiro, pero entonces yo ya no tenía ningún aliciente para tocarla —suspiró—. En venganza, maté al viejo.
—Alice —dije en voz baja, atónita.
—Sí, tu amiguita. Me sorprendió verla en el claro. Supuse que su aquelarre obtendría alguna ventaja de esta experiencia. Yo te tengo a ti, y ellos la tienen a ella. La única víctima que se me ha escapado, todo un honor, la verdad.
»Y tenía un olor realmente delicioso. Aún lamento no haber podido probarla... Olía incluso mejor que tú. Perdóname, no quiero ofenderte, tú hueles francamente bien. Un poco floral, creo...
Dio otro paso en mi dirección hasta situarse a poca distancia. Levantó un mechón de mi pelo y lo olió con delicadeza. Entonces, lo puso otra vez en su sitio con dulzura y sentí sus dedos fríos en mi garganta. Alzó luego la mano para acariciarme rápidamente una sola vez la mejilla con el pulgar, con expresión de curiosidad. Deseaba echar a correr con todas mis fuerzas, pero estaba paralizada. No era capaz siquiera de estremecerme.
—No —murmuró para sí mientras dejaba caer la mano—. No lo entiendo —suspiró—. En fin, supongo que deberíamos continuar. Luego, podré telefonear a tus amigos y decirles dónde te pueden encontrar, a ti y a mi mensajito.
Ahora me sentía realmente mal. Supe que iba a ser doloroso, lo leía en sus ojos. No se conformaría con ganar, alimentarse y desaparecer. El final rápido con que yo contaba no se produciría. Empezaron a temblarme las rodillas y temí caerme de un momento a otro.
El cazador retrocedió un paso y empezó a dar vueltas en torno a mí con gesto indiferente, como si quisiera obtener la mejor vista posible de una estatua en un museo. Su rostro seguía siendo franco y amable mientras decidía por dónde empezar.
Entonces, se echó hacia atrás y se agazapó en una postura que reconocí de inmediato. Su amable sonrisa se ensanchó, y creció hasta dejar de ser una sonrisa y convertirse en un amasijo de dientes visibles y relucientes.
No pude evitarlo, intenté correr aun sabiendo que sería inútil y que mis rodillas estaban muy débiles. Me invadió el pánico y salté hacia la salida de emergencia.
Lo tuve delante de mí en un abrir y cerrar de ojos. Actuó tan rápido que no vi si había usado los pies o las manos. Un golpe demoledor impactó en mi pecho y me sentí volar hacia atrás, hasta sentir el crujido del cristal al romperse cuando mi cabeza se estrelló contra los espejos. El cristal se agrietó y los trozos se hicieron añicos al caer al suelo, a mi lado.
Estaba demasiado aturdida para sentir el dolor. Ni siquiera podía respirar.
Se acercó muy despacio.
—Esto hará un efecto muy bonito —dijo con voz amable otra vez mientras examinaba el caos de cristales—. Pensé que esta habitación crearía un efecto visualmente dramático para mi película. Por eso escogí este lugar para encontrarnos. Es perfecto, ¿a que sí?
Le ignoré mientras gateaba de pies y manos en un intento de arrastrarme hasta la otra puerta.
Se abalanzó sobre mí de inmediato y me pateó con fuerza la pierna. Oí el espantoso chasquido antes de sentirlo, pero luego lo sentí y no pude reprimir el grito de agonía. Me retorcí para agarrarme la pierna, él permaneció junto a mí, sonriente.
— ¿Te gustaría reconsiderar tu última petición? —me preguntó con amabilidad.
Me golpeó la pierna rota con el pie. Oí un alarido taladrador. En estado de shock, lo reconocí como mío.
— ¿Sigues sin querer que Edward intente encontrarme? —me acució.
—No —dije con voz ronca—. No, Edward, no lo hagas...
Entonces, algo me impactó en la cara y me arrojó de nuevo contra los espejos.
Por encima del dolor de la pierna, sentí el filo cortante del cristal rasgarme el cuero cabelludo. En ese momento, un líquido caliente y húmedo empezó a extenderse por mi pelo a una velocidad alarmante. Noté cómo empapaba el hombro de mi camiseta y oí el goteo en la madera sobre la que me hallaba. Se me hizo un nudo en el estómago a causa del olor.
A través de la náusea y el vértigo, atisbé algo que me dio un último hilo de esperanza. Los ojos de James, que poco antes sólo mostraban interés, ahora ardían con una incontrolable necesidad. La sangre, que extendía su color carmesí por la camiseta blanca y empezaba a formar un charco rápidamente en el piso, lo estaba enloqueciendo a causa de su sed. No importaban ya cuáles fueran sus intenciones originales, no se podría refrenar mucho tiempo.
Ojala que fuera rápido a partir de ahora, todo lo que podía esperar es que la pérdida de sangre se llevara mi conciencia con ella. Se me cerraban los ojos.
Oí el gruñido final del cazador como si proviniera de debajo del agua. Pude ver, a través del túnel en el que se había convertido mi visión, cómo su sombra oscura caía sobre mí. Con un último esfuerzo, alcé la mano instintivamente para protegerme la cara. Entonces se me cerraron los ojos y me dejé ir.
Suspiritos: LIBRO CREPÚSCULO