El final
A la mañana siguiente me sentía fatal: no había dormido bien, el brazo me ardía y tenía una jaqueca de aúpa. El hecho de que Edward se mostrara dulce pero distante cuando me besó la frente a toda prisa antes de escabullirse por la ventana no mejoró en nada mis perspectivas. Le tenía pavor a lo que pudiera haber pensado sobre el bien y el mal mientras yo dormía. La ansiedad parecía aumentar la intensidad del dolor que me martilleaba las sienes.
Edward me esperaba en el instituto, como siempre, pero su rostro evidenciaba que algo no iba bien. En sus ojos había un no sé qué oculto que me hacía sentir insegura y me asustaba. No quería volver a hablar sobre la noche pasada, pero estaba convencida de empeorar aún más las cosas si rehuía el asunto.
Me abrió la puerta del coche.
—¿Qué tal te sientes?
—Muy bien —mentí. Me estremecí cuando el sonido del golpe de la puerta al cerrarse resonó en mi cabeza.
Anduvimos en silencio; acortó su paso para acompasarlo al mío. Me hubiera gustado formular un montón de preguntas, pero la mayoría tendrían que esperar, ya que quería hacérselas a Alice. ¿Cómo estaba Jasper esa mañana? ¿De qué habían hablado cuando yo me fui? ¿Qué habla dicho Rosalie? Y lo más importante de todo, según esas extrañas e imperfectas visiones del futuro que solía tener, ¿qué iba a ocurrir a partir de ahora? ¿Podía adivinar lo que rondaba por la mente de Edward y el motivo de que estuviera tan sombrío? ¿Había una justificación para esos tenues temores instintivos de los que no lograba desembarazarme?
La mañana transcurrió muy despacio. Me moría de ganas de ver a Alice, aunque, en realidad, no podría hablar con ella en presencia de Edward, que continuaba mostrándose distante. Me preguntaba por el brazo de vez en cuando y yo le mentía.
A menudo, Alice se nos anticipaba en el almuerzo para no verse obligada a caminar a mi torpe ritmo, pero hoy no nos esperaba sentada a la mesa delante de una bandeja de comida que no iba a probar.
Edward no explicó su ausencia, por lo que me pregunté si su clase se habría prolongado. Hasta que vi a Conner y Ben, compañeros suyos en la cuarta hora, en clase de Francés.
—¿Dónde está Alice? —le pregunté a Edward con nerviosismo.
El no apartó la vista de la barra de cereales que desmenuzaba lentamente entre los dedos mientras contestaba:
—Está con Jasper.
—¿Y él se encuentra bien?
—Se han marchado una temporada.
—¡¿Qué?! ¿Adonde?
Edward se encogió de hombros.
—A ningún lado en especial.
—Y Alice también —dije con una desesperación resignada. Lógico, si Jasper la necesitaba, ella se iría con él.
—Sí, también se ha ido por un tiempo. Intentaba convencerle de que fueran a Denali.
Denali era el lugar donde vivía la otra comunidad de vampiros formada por gente buena como los Cullen, Tanya y su familia. Había oído hablar de ellos en un par de ocasiones. El pasado invierno Edward se había ido con ellos cuando mi llegada hizo que Forks le resultara insoportable. Laurent, el miembro más civilizado del pequeño aquelarre de James, había preferido irse antes que alinearse con James contra los Cullen. Tenía sentido que Alice animara a Jasper a acudir allí.
Tragué para deshacer el repentino nudo que se me había formado en la garganta. Incliné la cabeza y la espalda, abrumada por la culpa. Había conseguido que se tuvieran que ir de casa, igual que Rosalie y Emmett. Era una plaga.
—¿Te molesta el brazo? —me preguntó solícito.
—¿A quién le importa mi estúpido brazo? —murmuré disgustada.
No contestó y yo dejé caer la cabeza sobre la mesa.
Al final del día, el silencio había convertido la situación en algo ridículo. Yo no quería ser quien lo rompiera, pero aparentemente no habría más remedio si quería que él volviera a hablarme otra vez.
—¿Vendrás luego, por la noche? —le pregunté mientras caminábamos, en silencio, hasta mi coche. Él siempre venía.
—¿Por la noche?
Me agradó que pareciera sorprendido.
—Tengo que trabajar. Cambié mi turno con la señora Newton para poder librar ayer.
—Ah —murmuró él.
—Vendrás luego, cuando esté en casa, ¿no? —odiaba sentirme repentinamente insegura de su respuesta.
—Si quieres que vaya...
—Siempre quiero que vengas —le recordé, con quizás un poco más de intensidad de lo que requería la conversación.
Esperaba que él se riera, sonriera o reaccionara de algún modo a mis palabras, pero me contestó con indiferencia:
—De acuerdo, está bien.
Me besó en la frente otra vez antes de cerrar la puerta. Entonces, se volvió y anduvo a grandes pasos hasta su coche con su elegancia habitual.
Conseguí salir del aparcamiento antes de que el pánico me dominara, y estaba ya hiperventilando cuando llegué al local de los Newton.
Me dije que él sólo necesitaba tiempo y que conseguiría sobreponerse a esto. Quizás estaba triste por la dispersión de su familia, pero Jasper y Alice volverían pronto, y también Rosalie y Emmett. Si servía de algo, me mantendría lejos de la gran casa blanca cerca del río y nunca más volvería a poner un pie allí. Eso no importaba. Seguiría viendo a Alice en el instituto, porque... tendría que regresar al instituto, ¿no?
Además, ella siempre estaba en mi casa. No querría herir los sentimientos de Charlie alejándose.
Sin duda también vería a Carlisle con regularidad en la sala de urgencias.
Después de todo, lo sucedido la noche anterior carecía de importancia. En realidad, no había ocurrido nada. Sólo me había caído una vez más, la historia de mi vida. No tenía importancia alguna, sobre todo si se comparaba con lo de la primavera del curso pasado, cuando James me hirió y estuve a punto de morir por la pérdida de sangre; y aun entonces Edward había sobrellevado las interminables semanas del hospital mucho mejor que ahora. ¿Era porque esta vez no había ningún enemigo del cual protegerme? ¿O porque era su hermano?
Quizás sería preferible que él me llevara lejos, mejor que terminar dispersando a toda su familia. Se me pasó un poco el abatimiento cuando lo consideré todo en su conjunto. Charlie no podría objetar nada si conseguía mantener la situación todo el año escolar. Nos podríamos ir lejos a la universidad, o simular que lo hacíamos, al igual que Rosalie y Emmett. Lo más probable es que Edward pudiera esperar un año más. ¿Qué era un año para un inmortal? Ni siquiera a mí me parecía mucho.
Me sentí lo bastante dueña de mí misma para poder salir del coche y caminar hacia la tienda. Mike Newton se me había adelantado; sonrió y me saludó cuando entré. Tomé mi chaleco mientras le dedicaba un leve asentimiento. Todavía estaba imaginando agradables situaciones en las que Edward y yo huíamos a varios enclaves exóticos.
Mike interrumpió mi fantasía.
—¿Qué tal fue tu cumpleaños?
—Ay —murmuré—. Me alegro de que haya pasado.
Mike me miró por el rabillo del ojo como si me hubiera vuelto loca.
El trabajo me absorbió. Quería ver a Edward otra vez. Imploré que hubiera superado lo peor de aquel trago —fuera lo que fuera— para cuando nos volviéramos a encontrar. No es nada, me dije una y otra vez, todo volverá a la normalidad.
Experimenté un alivio abrumador cuando llegué a mi calle y vi el coche plateado de Edward aparcado frente a mi casa. Me molestó profundamente sentirme así.
Me encaminé deprisa hacia la puerta principal y empecé a llamar antes de haber traspasado del todo el umbral.
—¿Papá? ¿Edward?
Mientras hablaba, escuché la sintonía característica del Sports-Center procedente de la televisión.
—¡Estoy aquí! —contestó Charlie a voz en grito.
Colgué el impermeable en la percha y me apresuré a doblar la esquina que daba al salón. Edward estaba en el sillón y mi padre en el sofá. Ambos mantenían la vista fija en la televisión. Eso era normal en mi padre, pero no en Edward.
—Hola —dije débilmente.
—Hola, Bella —contestó mi padre sin apartar los ojos de la pantalla—. Queda pizza fría. Creo que está todavía en la mesa.
—De acuerdo.
Esperé en el vestíbulo. Finalmente, Edward me miró y me dedicó una sonrisa educada.
—Ahora voy contigo —me prometió. Sus ojos volvieron a la televisión.
Permanecí allí, muda de asombro, casi un minuto sin que ninguno de ellos se diera cuenta. Experimenté una sensación, tal vez de pánico, creciendo en mi pecho. Me escapé hacia la cocina.
No me apetecía nada la pizza. Me senté en la silla, alcé las rodillas y las rodeé con los brazos. Algo iba muy mal, quizás mucho peor de lo que pensaba. Los sonidos típicos de la camaradería y las bromas masculinas continuaban llegando desde la habitación presidida por la televisión.
Intenté controlarme y razonar. ¿Qué es lo peor que puede ocurrir? Me estremecí. Ésa era la pregunta equivocada, sin duda. Me costaba mucho trabajo respirar bien.
De acuerdo, me dije otra vez, ¿qué es lo más grave a lo que podría enfrentarme? Tampoco me gustaba mucho esa pregunta. Pero pensé en todas las posibilidades que había considerado antes.
Mantenerme lejos de la familia de Edward. Claro que no podía esperar que Alice estuviera de acuerdo con esto, pero si Jasper no estaba bajo control, disminuiría el tiempo que podríamos compartir las dos. Asentí; podía vivir con eso.
O marcharnos. Quizás él no podría esperar hasta el final del año escolar.
Tal vez tendría que ser ahora.
Frente a mí, en la mesa, los regalos de Charlie y Renée estaban donde los había dejado, la cámara que no había tenido oportunidad de usar en casa de los Cullen descansaba junto al álbum que me había enviado mi madre. Rocé con las yemas de los dedos la preciosa cubierta del álbum de fotos y suspiré al pensar en ella. En cierto modo, el estar viviendo sin mi madre durante tanto tiempo me hacía más difícil la idea de una separación permanente. Y Charlie se quedaría totalmente solo, abandonado. Ambos se sentirían tan heridos...
Pero regresaríamos, ¿verdad? Vendríamos de visita, claro, ¿a que sí?
No estaba muy segura de cuál sería la respuesta a esa pregunta.
Apoyé la mejilla en la rodilla mientras contemplaba los testimonios físicos del amor de mis padres. Sabía que el camino elegido iba a ser difícil. Y, después de todo, estaba pensando en el peor escenario posible, el peor con el que podría vivir...
Acaricié el álbum con la mano y abrí la primera página. Tenía unas pequeñas esquinas metálicas ya dispuestas para sujetar la primera foto. No sería una mala idea dejar allí algún testimonio de mi vida. Sentí una extraña urgencia por comenzar. Tal vez no transcurriera mucho tiempo antes de que tuviera que abandonar Forks.
Jugueteé con la correa de la cámara mientras me preguntaba si la primera fotografía del carrete recogería algo que se acercara al original. Lo dudaba, pero Edward no parecía inquieto porque estuviera en blanco. Me reí entre dientes, pensando en su carcajada despreocupada de la noche anterior. La risa desapareció. ¡Había cambiado todo tanto y con tanta rapidez...!
Me hacía sentir un poco mareada, como si me encontrara al borde de un precipicio en algún lugar muy alto.
No quería pensar más en ello. Tomé la cámara y subí las escaleras.
Mi habitación no había cambiado mucho en los diecisiete años transcurridos desde la marcha de mi madre. Las paredes seguían pintadas de azul claro y delante de la ventana colgaban las mismas amarillentas cortinas de encaje. Había una cama en vez de una cuna, pero, sin duda, ella reconocería la colcha colocada de forma descuidada, ya que había sido un regalo de la abuela.
A pesar de todo, saqué una instantánea de la habitación. No había mucho más que fotografiar, afuera la noche era cerrada; sin embargo, el sentimiento cada vez crecía más fuerte, era ya casi una compulsión. Tendría que reflejar todo lo que pudiera de Forks antes de que tuviera que dejarlo.
Podía sentir el cambio que se avecinaba. No era una perspectiva agradable, no cuando la vida ya era perfecta tal y como estaba.
Me tomé mi tiempo para bajar las escaleras con la cámara en la mano, intentando ignorar las mariposas que revoloteaban por mi estómago cuando pensaba en la extraña distancia que rehusaba ver en los ojos de Edward. Él lo superaría. Probablemente estaba preocupado porque me disgustaría si me pedía que nos marcháramos. Le dejaría arreglarlo todo sin entrometerme y estaría lista para cuando me lo pidiera.
Ya tenía la cámara preparada cuando me asomé por la esquina del salón, intentando sorprenderle. Estaba segura de que era imposible pillarle desprevenido, pero, sin embargo, él no alzó la vista. Me recorrió un gran estremecimiento, como si algo helado se hubiera deslizado por mi estómago. No hice caso a esta sensación y le tomé una foto.
Entonces, ambos me miraron. Charlie frunció el ceño y el rostro de Edward continuó vacío, sin expresión.
—¿Qué haces, Bella? —se quejó Charlie.
—Venga, vamos —intenté sonreír mientras me sentaba en el suelo frente al sofá donde se había echado Charlie—. Ya sabes que mamá pronto estará llamando para saber si estoy usando los regalos. Tengo que ponerme a la tarea antes de herir sus sentimientos.
—Pero ¿por qué me haces fotos a mí? —refunfuñó.
—Es que eres tan guapo... —repliqué mientras intentaba mantener un tono desenfadado—. Y además, como has sido tú quien me ha comprado la cámara, estás obligado a servirme de tema para las fotos.
Él murmuró algo ininteligible.
—Eh, Edward —dije con una indiferencia admirable—. Anda, haznos una a mi padre y a mí, juntos.
Le lancé la cámara, evitando cuidadosamente mirarle a los ojos y me arrodillé al lado del brazo del sofá donde Charlie apoyaba la cabeza. Charlie suspiró.
—Tienes que sonreír, Bella —murmuró Edward.
Lo hice lo mejor que pude y la cámara disparó una foto.
—Dejadme que os tome una, chicos —sugirió Charlie. Yo sabía que lo único que quería era apartar el foco de la cámara de sí mismo.
Edward se puso de pie y le lanzó la cámara con agilidad.
Yo me coloqué a su lado y la composición me pareció formal y fría. Me puso una mano desganada sobre el hombro y yo le pasé un brazo por la cintura con más firmeza. Me hubiera gustado mirarle a la cara, pero no me atreví.
—Sonríe, Bella —me volvió a recordar Charlie.
Inspiré profundamente y sonreí. El flash me cegó.
—Ya está bien de fotos por esta noche —dijo Charlie entonces; introdujo la cámara en una hendidura que había entre los cojines y luego la tapó con ellos—. No hay que acabar hoy todo el carrete.
Edward dejó caer la mano desde mi hombro y se zafó con indiferencia de mi abrazo para sentarse de nuevo en la butaca.
Vacilé, pero luego opté por sentarme otra vez al lado del sofá. De pronto me sentí tan asustada que me temblaron las manos. Las apoyé con fuerza contra el estómago para disimular, puse la barbilla sobre las rodillas y miré hacia la pantalla del aparato de la televisión, sin estar viendo nada en realidad.
Cuando el programa terminó, aún no me había movido ni un centímetro. Por el rabillo del ojo, vi cómo Edward se ponía en pie.
—Será mejor que me marche a casa —dijo.
Charlie no apartó los ojos del anuncio que emitía la televisión.
—Vale, nos vemos.
Me levanté del suelo con torpeza, ya que me había quedado rígida de estar sentada tan quieta y seguí a Edward hasta la puerta de la calle. Él se dirigió directamente hacia su coche.
—¿Te quedarás? —le pregunté, sin esperanza en la voz.
Ya me esperaba su respuesta, así que no me dolió tanto.
—Esta noche, no.
No le pregunté el motivo.
Se metió en su coche y se fue mientras yo me quedaba allí de pie, inmóvil. Apenas me di cuenta de que llovía. Esperé sin saber lo que esperaba, hasta que la puerta se abrió a mis espaldas.
—Bella, ¿qué haces? —me preguntó Charlie, sorprendido de verme allí de pie, sola y empapada.
—Nada —me volví y caminé lentamente hacia la casa.
Fue una noche muy larga, en la que no pegué ojo.
Me levanté en cuanto vi un poco de claridad abrirse paso por la ventana. Me vestí mecánicamente para ir a la escuela, esperando que se aclararan algo las nubes. Después de desayunar un cuenco de cereales, decidí que había luz suficiente para hacer fotos. Tomé una de mi coche y otra de la fachada de la casa de Charlie. Me volví y saqué unas cuantas del bosque que había al lado. Con lo siniestro que se me había antojado antes, qué encantador me parecía ahora. Me di cuenta de que echaría de menos el verdor, la sensación de que el tiempo no pasaba, el misterio de los bosques... Todo.
Puse la cámara en la mochila del colegio antes de irme. Intenté concentrarme en mi nuevo proyecto más que en el hecho de que Edward aparentemente no había querido arreglar las cosas aquella noche.
Además de miedo, empezaba a sentir impaciencia. ¿Cuánto iba a durar aquello?
Continuó así toda la mañana. Caminó silenciosamente a mi lado, sin que pareciera mirarme en ningún momento. Intenté concentrarme en las clases, pero ni siquiera la de Lengua logró captar mi atención. El señor Berty tuvo que repetirme una pregunta sobre la señora Capuleto al menos dos veces antes de que me diera cuenta de que se estaba dirigiendo a mí. Edward me susurró la respuesta correcta entre dientes y después volvió a ignorarme.
A la hora del almuerzo, el silencio persistía. Estaba a punto de ponerme a chillar por lo que —para distraerme— me incliné sobre la línea invisible que separaba las dos zonas de la mesa y me dirigí a Jessica.
—Eh... ¿Jess?
—¿Qué hay, Bella?
—¿Podrías hacerme un favor? —le pedí mientras rebuscaba en mi bolso—. Mi madre quiere tener algunas fotografías de mis amigos para ponerlas en el álbum. ¿No te importa hacernos algunas a todos?
Le tendí la cámara.
—De acuerdo —aceptó ella con una sonrisa.
Se volvió de repente para sorprender a Mike con la boca llena y hacerle una foto.
A continuación se desató una más que previsible guerra de fotografías. Observé cómo la cámara iba de un lado para otro. Al pasarla, reían, tonteaban y se quejaban de lo mal que habían salido. Parecía extrañamente infantil, o tal vez fuera que ese día no estaba en un estado de ánimo apropiado para el trato humano.
—Oh, oh —dijo Jessica en tono de disculpa al devolverme la cámara—. Me parece que te hemos gastado el carrete.
—Estupendo. Creo que ya tengo fotos de todo lo que me apetecía.
Después de las clases, Edward me acompañó al aparcamiento del instituto en silencio. Tenía que irme a trabajar de nuevo y, por una vez, estaba contenta por ello. Pasar tiempo juntos no ayudaba en nada a arreglar las cosas. Quizá si estuviéramos más tiempo solos fuera mejor.
Dejé el carrete de fotos en Thriftway de camino al local de los Newton y recogí las fotos reveladas a la salida del trabajo. En casa, después de saludar con un escueto «hola» a Charlie, tomé una barrita de cereales de la cocina y corrí a mi habitación con el sobre de las fotos bien apretado debajo del brazo.
Me senté en mitad de la cama y lo abrí con curiosidad y cierta renuencia. Era ridículo, pero casi esperaba que la primera fotografía estuviera en blanco.
Se me escapó un grito ahogado cuando la saqué del sobre y vi a Edward tan hermoso como en la vida real. Me miraba desde la foto con esos ojos cálidos que tanto echaba de menos en los últimos días. Era realmente asombroso que pudiera verse a alguien tan... tan indescriptible. Ni con mil palabras hubiera podido expresar lo que había en esa imagen.
Repasé por encima las restantes fotos del montón una sola vez y luego coloqué sobre la cama tres de ellas, una junto a otra.
En la primera imagen se veía a Edward en la cocina; sus ojos dulces chispeaban a causa de la diversión contenida. La segunda mostraba a Edward y Charlie viendo la ESPN. En ella se evidenciaba el cambio que se había producido en los ojos de Edward, siempre hermosos hasta dejarte sin aliento, pero cuya expresión confería ahora frialdad a su rostro, como el de una escultura, con menos vida.
La última era una imagen que nos recogía a Edward y a mí de pie, juntos y manifiestamente incómodos. Su rostro emanaba la misma sensación que la foto anterior: frialdad y ese aspecto de estatua, pero probablemente lo más preocupante de todo no era eso, sino el doloroso contraste existente entre los dos. El parecía una deidad, y yo, mediocre, incluso en los cánones humanos, y, para mi vergüenza, bien poco agraciada. La foto me disgustó y la aparté.
Tomé todas las fotografías y las coloqué en el álbum en vez de ponerme a hacer los deberes. Garabateé unos pies de foto bajo todas ellas con un bolígrafo, indicando los nombres y las fechas. Levanté aquella en la que se nos veía a Edward y a mí y la doblé por la mitad sin mirarla demasiado. La situé debajo del borde metálico de la mesa, dejando visible la mitad de Edward.
Cuando terminé, reuní el otro montón de fotos en un nuevo sobre y escribí una larga carta de agradecimiento para Renée.
Edward seguía sin venir. No quería admitir que él era el motivo de que estuviera despierta tan tarde, pero evidentemente así era. Intenté recordar la última vez que no hubiera aparecido, como hoy, sin una excusa o una llamada de teléfono... Nunca lo había hecho.
Pasé otra noche sin dormir bien.
En la escuela continuó el programa de silencio, frustración y pavor de los últimos dos días. Me sentí aliviada al encontrar a Edward esperándome en el aparcamiento del instituto, pero ese consuelo desapareció pronto. No había cambios en su comportamiento, si acaso, aún se mostraba algo más distante.
Me costaba incluso recordar el motivo de aquel desastre. Me parecía que mi cumpleaños pertenecía al pasado más lejano. Ojalá Alice regresara pronto, antes de que todo esto se me fuera aún más de las manos.
Pero no podía contar con ello. Decidí que si no lograba hablar con él ese día, hablar de verdad, entonces iría al día siguiente a comentar el asunto con Carlisle. Debía hacer algo.
Me prometí a mí misma que iba a sacar a colación el tema después de clase. No iba a concederme más excusas.
Me acompañó hasta mi coche y me armé de valor para plantearle las cosas.
—¿Te importaría si voy a verte hoy? —me preguntó antes de que llegáramos, dejándome casi fuera de combate.
—Claro que no.
—¿Ahora? —preguntó de nuevo mientras me abría la puerta delantera.
—Sí, claro —me disgustó la urgencia que se detectaba en su voz, pero no dejé que eso se notara en la mía—. Sólo iba a echar una carta para Renée en el buzón de correos que hay de camino. Nos vemos allí.
Miró el grueso sobre del asiento del copiloto. De pronto, se inclinó hacia mí y lo recogió.
—Yo lo haré —repuso con calma—, y aun así llegaré antes que tú.
Esbozó esa sonrisa torcida suya, mi favorita, pero algo iba mal, porque la alegría de los labios no subía hasta los ojos.
—De acuerdo —asentí, aunque era incapaz de devolverle la sonrisa. Cerró la puerta y se dirigió a su coche.
Y en verdad se me adelantó. Estaba aparcado en el sitio de Charlie cuando llegué a la puerta de la casa. Esto era un mal indicio. En tal caso, no pensaba quedarse mucho rato. Sacudí la cabeza e inspiré hondo mientras intentaba hacer acopio de algo de valor.
Salió de su coche a la vez que yo del mío, se acercó y me recogió la mochila. Hasta aquí todo era normal. Pero la puso otra vez en el asiento, y eso se salía de lo habitual.
—Vamos a dar un paseo —propuso con una voz indiferente al tiempo que me tomaba de la mano.
No contesté. No se me ocurrió la forma de protestar, aunque rápidamente supe que quería hacerlo. Esto no me gusta, va mal, pero que muy mal, repetía de continuo una voz dentro de mi mente.
Él no esperó una respuesta. Me condujo hacia el lado este del patio, donde lindaba con el bosque. Le seguí a regañadientes mientras intentaba superar el pavor y pensar algo, pero entonces me obligué a recordar que aquello era lo que pretendía: una oportunidad para aclarar las cosas. En ese caso, ¿por qué me inundaba el pánico?
Sólo habíamos caminado unos cuantos pasos por el espeso bosque cuando se detuvo. Apenas habíamos llegado al sendero, ya que todavía podía ver la casa. Era un simple paseo.
Edward se recostó en un árbol y me miró con expresión impasible.
—Está bien, hablemos —dije y sonó más valiente de lo que yo me sentía.
Inspiró profundamente.
—Bella, nos vamos.
Yo también inspiré profundamente. Era una opción aceptable, y pensé que ya estaba preparada, pero debía preguntarlo:
—¿Por qué ahora? Otro año...
—Bella, ha llegado el momento. De todos modos, ¿cuánto tiempo más podemos quedarnos en Forks? Carlisle apenas puede pasar por un treintañero y actualmente dice que tiene treinta y tres. Por mucho que queramos, pronto tendremos que empezar en otro lugar.
Su respuesta me confundió. Había pensado que el asunto de la marcha tenía que ver con dejar a su familia vivir en paz. ¿Por qué debíamos irnos nosotros si ellos se marchaban también? Le miré en un intento de entender lo que me quería decir.
Me devolvió la mirada con frialdad.
Con un acceso de náuseas, comprendí que le había malinterpretado.
—Cuando dices nosotros... —susurré.
—Me refiero a mí y a mi familia.
Cada palabra sonó separada y clara.
Sacudí la cabeza de un lado a otro mecánicamente, intentando aclararme. Esperó sin mostrar ningún signo de impaciencia. Me llevó unos minutos volver a estar en condiciones de hablar.
—Vale —dije—. Voy contigo.
—No puedes, Bella. El lugar adonde vamos... no es apropiado para ti.
—El sitio apropiado para mí es aquel en el que tú estés.
—No te convengo, Bella.
—No seas ridículo —quise sonar enfadada, pero sólo conseguí parecer suplicante—. Eres lo mejor que me ha pasado en la vida.
—Mi mundo no es para ti —repuso con tristeza.
—¡Lo que ha ocurrido con Jasper no ha sido nada, Edward, nada!
—Tienes razón —concedió él—. Era exactamente lo que se podía esperar.
—¡Lo prometiste! Me prometiste en Phoenix que siempre permanecerías...
—Siempre que fuera bueno para ti —me interrumpió para rectificarme.
—¡No! ¿Esto tiene que ver con mi alma, no? —grité, furiosa, mientras las palabras explotaban dentro de mí, aunque a pesar de todo seguían sonando como una súplica—. Carlisle me habló de eso y a mí no me importa, Edward. ¡No me importa! Puedes llevarte mi alma, porque no la quiero sin ti, ¡ya es tuya!
Respiró hondo una vez más y clavó la mirada ausente en el suelo durante un buen rato. Torció levemente los labios. Cuando levantó los ojos, me parecieron diferentes, mucho más duros, como si el oro líquido se hubiese congelado y vuelto sólido.
—Bella, no quiero que me acompañes —pronunció las palabras de forma concisa y precisa sin apartar los ojos fríos de mi rostro, observándome mientras yo comprendía lo que me decía en realidad.
Hubo una pausa durante la cual repetí esas palabras en mi fuero interno varias veces, tamizándolas para encontrar la verdad oculta detrás de ellas.
—¿Tú... no... me quieres? —intenté expulsar las palabras, confundida por el modo como sonaban, colocadas en ese orden.
—No.
Le miré, sin comprenderle aún. Me devolvió la mirada sin remordimiento. Sus ojos brillaban como topacios, duros, claros y muy profundos. Me sentí como si cayera dentro de ellos y no pude encontrar nada, en sus honduras sin fondo, que contrarrestara la palabra que había pronunciado.
—Bien, eso cambia las cosas —me sorprendió lo tranquila y razonable que sonaba mi voz. Quizás se debía al aturdimiento. En realidad, no entendía lo que me había dicho. Seguía sin tener sentido.
Miró a lo lejos, entre los árboles, cuando volvió a hablar.
—En cierto modo, te he querido, por supuesto, pero lo que pasó la otra noche me hizo darme cuenta de que necesito un cambio. Porque me he cansado de intentar ser lo que no soy. No soy humano —me miró de nuevo; ahora, sin duda, las facciones heladas de su rostro no eran humanas—. He permitido que esto llegara demasiado lejos y lo lamento mucho.
—No —contesté con un hilo de voz; empezaba a tomar conciencia de lo que ocurría y la comprensión fluía como ácido por mis venas—. No lo hagas.
Se limitó a observarme durante un instante, pero pude ver en sus ojos que mis palabras habían ido demasiado lejos. Sin embargo, él también lo había hecho.
—No me convienes, Bella.
Invirtió el sentido de sus primeras palabras, y no tenía réplica para eso. Bien sabía yo que no estaba a su altura, que no le convenía.
Abrí la boca para decir algo, pero volví a cerrarla. Aguardó con paciencia. Su rostro estaba desprovisto de cualquier tipo de emoción. Lo intenté de nuevo.
—Si... es eso lo que quieres.
Se limitó a asentir una sola vez.
Se me entumeció todo el cuerpo. No notaba nada por debajo del cuello.
—Me gustaría pedirte un favor, a pesar de todo, si no es demasiado —dijo.
Me pregunté qué vería en mi rostro para que el suyo se descompusiera al mirarme, pero logró controlar las facciones y recuperar la máscara de serenidad antes de que yo fuera capaz de descubrirlo.
—Lo que quieras —prometí, con la voz ligeramente más fuerte.
Sus ojos helados se derritieron mientras le miraba y el oro se convirtió una vez más en líquido fundido que se derramaba en los míos y me quemaba con una intensidad sobrecogedora.
—No hagas nada desesperado o estúpido —me ordenó, ahora sin mostrarse distante—. ¿Entiendes lo que te digo?
Asentí sin fuerzas.
Sus ojos se enfriaron y volvió a mostrarse distante.
—Me refiero a Charlie, por supuesto, te necesita y has de cuidarte por él.
Asentí de nuevo.
—Lo haré —murmuré.
Él pareció relajarse, pero sólo un poco.
—Te haré una promesa a cambio —dijo—. Te garantizo que no volverás a verme. No regresaré ni volveré a hacerte pasar por todo esto. Podrás retomar tu vida sin que yo interfiera para nada. Será como si nunca hubiese existido.
Las rodillas debieron de empezar a temblarme en ese momento porque de repente los árboles comenzaron a bambolearse. Oí el golpeteo de mi sangre más rápido de lo habitual detrás de las orejas. Su voz sonaba cada vez más lejana.
Sonrió con amabilidad.
—No te preocupes. Eres humana y tu memoria es un auténtico colador. A vosotros, el tiempo os cura todas las heridas.
—¿Y tus recuerdos? —le pregunté. Mi voz sonó como si me hubiera atragantado, como si me estuviera asfixiando.
—Bueno —apenas dudó un segundo—. Yo no olvidaré, pero los de mi clase... nos distraemos con suma facilidad.
Sonrió una vez más, pero a pesar del aplomo exhibido, la alegría de los labios no le llegó a los ojos. Se alejó de mí un paso.
—Supongo que eso es todo. No te molestaremos más.
El plural captó mi atención, lo cual me sorprendió incluso a mí, ya que a juzgar por mi estado cualquiera hubiera creído que no me daba cuenta de nada.
Alice no va a volver, comprendí. No sé cómo me oyó, porque no llegué a pronunciar las palabras, pero pareció interpretarlas y negó lentamente con la cabeza sin perder de vista mi rostro.
—No. Los demás se han ido. Yo me he quedado para decirte adiós.
—¿Alice se ha ido? —mi voz mostraba incredulidad.
—Ella quería despedirse, pero la convencí de que una ruptura limpia sería mejor para ti.
Me sentía mareada y me costaba concentrarme. Sus palabras daban vueltas y más vueltas en mi cabeza. Pude oír la voz del médico del hospital de Phoenix, la pasada primavera, que decía mientras me enseñaba las placas de rayos X: Es una fractura limpia, como bien puedes ver. Recorrió la imagen de mi hueso roto con el dedo. Eso es bueno, así sanará antes y con más facilidad.
Procuré acompasar la respiración. Necesitaba concentrarme y hallar la forma de salir de aquella pesadilla.
—Adiós, Bella —dijo entonces con la misma voz suave, llena de calma.
—¡Espera! —espeté mientras intentaba alcanzarle, deseando que mis piernas adormecidas me permitieran avanzar.
Durante un momento creí que él también se acercaba, pero sus manos heladas se cerraron alrededor de mis muñecas y las inmovilizaron a mis costados. Se inclinó para acariciar ligeramente mi frente con los labios durante un segundo apenas perceptible. Se me cerraron los ojos.
—Cuídate mucho —sentí su frío hálito sobre la piel.
Abrí los ojos de golpe cuando se levantó una ligera brisa artificial. Las hojas de una pequeña enredadera de arce temblaron con la tenue agitación del aire que produjo su partida.
Se había ido.
Le seguí, adentrándome en el corazón del bosque, con las piernas temblorosas, ignorando el hecho de que era un sinsentido. El rastro de su paso había desaparecido ipso facto. No había huellas y las hojas estaban en calma otra vez, pero seguí caminando sin pensar en nada. No podía hacer otra cosa. Debía mantenerme en movimiento, porque si dejaba de buscarle, todo habría acabado.
El amor, la vida, su sentido... todo se habría terminado.
Caminé y caminé. Perdí la noción del tiempo mientras me abría paso lentamente por la espesa maleza. Debieron de transcurrir horas, pero para mí apenas eran segundos. Era como si el tiempo se hubiera detenido, porque el bosque me parecía el mismo sin importar cuan lejos fuera. Empecé a temer que estuviera andando en círculos —después de todo, sería uno muy pequeño—, pero continué caminando. Tropezaba a menudo y también me caí varias veces conforme oscurecía cada vez más.
Al final, tropecé con algo, pero no supe dónde se me había trabado el pie al ser noche cerrada. Me caí y me quedé allí tendida. Rodé sobre un costado de forma que pudiera respirar y me acurruqué sobre los helechos húmedos.
Allí tumbada, tuve la sensación de que el tiempo transcurría más deprisa de lo que podía percibir. No recordaba cuántas horas habían pasado desde el anochecer. ¿Siempre reinaba semejante oscuridad de noche? Lo más normal sería que algún débil rayo de luna cruzara el manto de nubes y se filtrara entre las rendijas que dejaba el dosel de árboles hasta alcanzar el suelo...
Pero no esa noche. Esa noche el cielo estaba oscuro como boca de lobo. Es posible que fuera una noche sin luna al haber un eclipse, por ser luna nueva.
Luna nueva. Temblé, aunque no tenía frío.
Reinó la oscuridad durante mucho tiempo, hasta que oí que me llamaban.
Alguien gritaba mi nombre. Sonaba sordo, sofocado por la maleza mojada que me envolvía, pero no había duda de que era mi nombre. No identifiqué la voz. Pensé en responder, pero estaba aturdida y tardé mucho rato en llegar a la conclusión de que debía contestar. Para entonces, habían cesado las llamadas.
La lluvia me despertó poco después. No creía que hubiera llegado a dormirme de verdad. Simplemente, me había sumido en un sopor que me impedía pensar, y me aferraba a ese aturdimiento con todas mis fuerzas; gracias a él era incapaz de ser consciente de aquello que prefería ignorar.
La llovizna me molestaba un poco. Estaba helada. Dejé de abrazarme las piernas para cubrirme el rostro con los brazos.
Fue entonces cuando oí de nuevo la llamada. Esta vez sonaba más lejos y algunas veces parecía como si fueran muchas las voces que gritaban. Intenté respirar profundamente. Recordé que tenía que contestar, aunque dudaba que pudieran oírme. ¿Sería capaz de gritar lo bastante alto?
De pronto, percibí otro sonido, sorprendentemente cercano. Era una especie de olisqueo, un sonido animal, como de un animal grande. Me pregunté si debía sentir miedo. Claro que no, sólo aturdimiento. Nada importaba. Y el olisqueo desapareció.
No dejaba de llover y senda cómo el agua se deslizaba por mi mejilla. Intentaba reunir fuerzas para volver la cabeza cuando vi la luz.
Al principio sólo fue un tenue resplandor reflejado a lo lejos en los arbustos, pero se volvió más y más brillante hasta abarcar un espacio amplio, mucho más que el haz de luz de una linterna. La luminosidad impactó sobre el arbusto más cercano y me permitió atisbar que era un farol de propano, pero no vi nada más, porque el destello fue tan intenso que me deslumbró por un momento.
—Bella.
La voz grave denotaba que me había reconocido a pesar de que yo no la identificaba. No había pronunciado mi nombre con la incertidumbre de la búsqueda, sino con la certeza del hallazgo.
Alcé los ojos hacia el rostro sombrío que se hallaba sobre mí a una altura que se me antojó imposible. Era vagamente consciente de que el extraño me parecía tan alto porque mi cabeza aún estaba en el suelo.
—¿Te han herido?
Supe que las palabras tenían un significado, pero sólo podía mirar fijamente, desconcertada. Una vez que había llegado a ese punto, ¿qué importancia tenían los significados?
—Bella, me llamo Sam Uley.
El nombre no me resultaba nada familiar.
—Charlie me ha enviado a buscarte.
¿Charlie? Esto tocó una fibra en mi interior e intenté prestar atención a sus palabras. Charlie importaba, aunque nada más tuviera valor.
El hombre alto me tendió una mano. La miré, sin estar segura de qué se suponía que debía hacer.
Aquellos ojos negros me examinaron durante un momento y después se encogió de hombros. Me alzó del suelo y me tomó en brazos con un movimiento rápido y ágil.
Pendía de sus brazos desmadejada, sin vida, mientras él trotaba velozmente a través del bosque húmedo. En mi fuero interno sabía que debía estar asustada por el hecho de que un extraño me llevara a algún sitio, pero no quedaba en mi interior partícula alguna capaz de sentir miedo.
No me pareció que pasara mucho tiempo antes de que surgieran las luces y el profundo murmullo de muchas voces masculinas. Sam Uley frenó la marcha conforme nos acercábamos al jaleo.
—¡La tengo! —gritó con voz resonante.
El murmullo cesó y después volvió a elevarse con más intensidad. Un confuso remolino de rostros empezó a moverse a mi alrededor. La voz de Sam era la única que tenía algún sentido para mí entre todo ese caos, quizás porque mantenía el oído pegado contra su pecho.
—No, no creo que esté herida —le estaba diciendo a alguien—, pero no cesa de repetir: «Se ha ido».
¿De veras decía eso en voz alta? Me mordí el labio.
—Bella, cariño, ¿estás bien?
Esa era la única voz que reconocería en cualquier sitio, incluso distorsionada por la preocupación, como sonaba ahora.
—¿Charlie? —me oí extraña y débil.
—Estoy aquí, pequeña.
Sentí algo que cambiaba debajo de mí, seguido del olor a cuero de la chaqueta de comisario de mi padre. Charlie se tambaleó bajo mi peso.
—Quizás debería seguir sosteniéndola —sugirió Sam Uley.
—Ya la tengo —replicó Charlie, un poco sin aliento.
Caminó despacio y con dificultad. Deseaba decirle que me pusiera en el suelo y me dejara andar, pero no tenía aliento para hablar.
La gente que nos rodeaba llevaba luces por todas partes. Parecía como una procesión. O como un funeral. Cerré los ojos.
—Ya casi estamos en casa, cielo —murmuraba Charlie una y otra vez.
Abrí los ojos otra vez cuando sentí que se abría la puerta. Nos hallábamos en el porche de nuestra casa. El tal Sam, un hombre moreno y alto, sostenía la puerta abierta para que Charlie pudiera pasar al tiempo que mantenía un brazo extendido hacia nosotros, en previsión de que a Charlie le fallaran las fuerzas. Pero consiguió entrar en la casa y llevarme hasta el sofá del salón.
—Papá, estoy mojada de la cabeza a los pies —protesté sin energía.
—Eso no importa —su voz sonaba ronca y entonces empezó a hablar con alguien más—. Las mantas están en el armario que hay al final de las escaleras.
—¿Bella? —me llamó otra voz diferente. Miré al hombre de pelo gris que se inclinaba sobre mí y lo reconocí después de unos cuantos segundos.
—¿Doctor Gerandy? —murmuré.
—Así es, preciosa —contestó—. ¿Estás herida, Bella?
Me llevó un minuto pensar en ello. Me sentía confusa, ya que ésa era la misma pregunta que Sam Uley me había hecho en el bosque. Sólo que Sam me la había formulado de otra manera: ¿Te han herido? La diferencia parecía implicar algún significado.
El doctor Gerandy permaneció a la espera. Alzó una de sus cejas entrecanas y se profundizaron las arrugas de su frente.
—No estoy herida —le mentí. Sin embargo, le había respondido la verdad si se tenía en cuenta lo que en apariencia quería preguntar.
Colocó su cálida mano sobre mi frente y sus dedos presionaron el interior de mi muñeca. Le vi mover los labios mientras contaba las pulsaciones sin apartar la vista del reloj.
—¿Qué te ha pasado? —me preguntó como quien no quiere la cosa.
Me quedé helada bajo su mano, sintiendo el pánico al fondo de mi garganta.
—¿Te perdiste en el bosque? —insistió.
Yo era consciente de que había más gente escuchando. Allí había tres hombres altos de rostros morenos —muy cerca unos de otros— que no me perdían de vista; supuse que venían de La Push, la reserva india de los quileute en la costa. Sam Uley estaba entre ellos. El señor Newton se encontraba allí con Mike y el señor Weber, el padre de Angela. Se habían reunido todos allí, y me miraban más subrepticiamente que los mismos extraños. Otras voces profundas retumbaban en la cocina y fuera, en la puerta principal. La mitad de la ciudad debía de haber salido en mi busca.
Charlie era el que estaba más cerca y se inclinó para escuchar mi respuesta.
—Sí —susurré—. Me perdí.
El doctor asintió con gesto pensativo mientras sus dedos tanteaban cuidadosamente las glándulas debajo de mi mandíbula. El rostro de Charlie se endureció.
—¿Te sientes cansada? —preguntó el doctor Gerandy.
Asentí y cerré los ojos obedientemente. Poco después, oí cómo el doctor le decía a mi padre entre cuchicheos:
—No creo que le pase nada malo. Sólo está exhausta. Déjala dormir y vendré a verla mañana —hizo una pausa y debió de consultar su reloj, porque añadió—: Bueno, en realidad, hoy.
Hubo unos crujidos cuando ambos se levantaron del sofá y se pusieron de pie.
—¿Es verdad? —susurró Charlie. Sus voces se oían ahora más lejanas. Yo intenté escuchar—. ¿Se han ido?
—El doctor Cullen nos pidió que no dijéramos nada —explicó el doctor Gerandy—. La oferta fue muy repentina, y tenían que tomar la decisión de forma inmediata. Carlisle no quería convertir su marcha en un espectáculo.
—Pues hubiera estado bien que me hubiera dado algún tipo de aviso —gruñó Charlie.
La voz del doctor Gerandy sonaba incómoda cuando replicó:
—Sí, bueno, en estas circunstancias hubiera sido apropiado cualquier clase de aviso.
No quise escuchar más. Tomé el borde del edredón con el que alguien me había tapado y me lo pasé por encima de la cabeza.
A ratos me hundía en la inconsciencia, a ratos salía de ella. Alcancé a oír cómo Charlie daba las gracias a los voluntarios en voz baja. Éstos se marcharon uno por uno. Sentí sus dedos en mi frente y después el peso de otra manta. El teléfono repiqueteó varias veces y él se apresuró a atenderlo antes de que pudiera despertarme. Murmuró palabras tranquilizadoras en voz baja a quienes telefoneaban.
—Sí, la hemos hallado y se encuentra bien. Se perdió, pero ya está bien —decía una y otra vez.
Oí el chirrido de los muelles de la butaca cuando se instaló en ella para pasar la noche.
El teléfono sonó de nuevo a los pocos minutos.
Charlie refunfuñó mientras se incorporaba con dificultad una vez más y después se apresuró, trastabillando, hacia la cocina. Hundí la cabeza más profundamente dentro de las mantas, no quería escuchar otra vez la misma conversación.
—Diga —dijo Charlie y bostezó.
Le cambió la voz y sonó mucho más espabilada cuando volvió a hablar.
—¿Dónde? —hubo una pausa—. ¿Estás segura de que es fuera de la reserva? —otra pausa corta—. Pero ¿qué puede arder allí fuera? —parecía preocupado y desconcertado a la vez—. Vale, telefonearé a ver qué pasa.
Escuché con más interés cuando marcó otro número.
—Hola Billy, soy Charlie. Siento llamarte tan temprano... No, ella está bien. Está durmiendo... Gracias. No, no te llamo por eso. Me acaba de telefonear la señora Stanley, dice que desde la ventana de su segundo piso ve llamas en los acantilados, no sé si realmente... ¡Oh! —de pronto, su voz adoptó un tono cortante, de irritación o... ira—. ¿Y por qué rayos hacen eso? Ah, ah, ¿no me digas? —eso sonó sarcástico—. De acuerdo, no te disculpes conmigo. Vale, vale. Sólo asegúrate de que las hogueras no prendan un fuego... Lo sé, lo sé, lo que me sorprende es que consigan mantenerlas encendidas con el tiempo que hace.
Charlie dudó y luego añadió a regañadientes:
—Gracias por mandarme a Sam y a los demás chicos. Tenías razón, conocen el bosque mejor que nosotros. Fue él quien la encontró, así que te debo una... Vale, hablaremos más tarde —decidió, todavía con ese tono amargo y luego colgó.
Charlie murmuró varias incoherencias mientras regresaba al salón.
—¿Ha pasado algo malo? —pregunté.
Se apresuró a acercarse a mi lado.
—Siento haberte despertado, cariño.
—¿Se quema algo?
—No es nada —me aseguró—, unas simples hogueras en los acantilados.
—¿Hogueras? —pregunté. Mi voz no sonaba curiosa, sino muerta.
Charlie frunció el ceño.
—Algunos de los chicos de la reserva andan revoltosos —me explicó.
—¿Por qué? —pregunté con desgana.
Parecía reacio a contestarme. Su mirada pasó entre sus rodillas entreabiertas y se clavó en el suelo. Luego, respondió con amargura:
—Están celebrando la noticia.
Había sólo una noticia que atrajera mi atención, aunque me resistiera a pensar en ello. De pronto, todo encajó.
—Festejan la marcha de los Cullen —murmuré—. Había olvidado que en La Push nunca los han querido.
Los quileutes tenían una serie de supersticiones sobre los «fríos», los bebedores de sangre enemigos de la tribu, del mismo modo que tenían leyendas sobre la gran inundación y sus ancestros licántropos. La mayoría de ellos las consideraban simple folclore, sin embargo, unos cuantos aún las creían. Billy Black, el mejor amigo de Charlie, era uno de ellos, aunque incluso Jacob, su propio hijo, pensaba que su cabeza estaba llena de estúpidas supersticiones. Billy me había advertido que me apartara de los Cullen...
El nombre removió algo en mi interior, algo que comenzó a abrirse camino hacia la superficie, algo a lo que sabía que no me quería enfrentar.
—Es ridículo —resopló Charlie.
Nos quedamos sentados en silencio durante unos momentos. El cielo ya no estaba oscuro al otro lado de la ventana. El sol había comenzado a salir en algún lugar detrás de las nubes.
—¿Bella? —me preguntó Charlie.
Le miré con inquietud.
—¿Te dejó sola en el bosque? —tanteó Charlie.
Eludí la pregunta.
—¿Cómo supisteis dónde encontrarme? —mi mente rehuía asumir el carácter inevitable de lo que había sucedido, que se me hacía presente con gran rapidez.
—Gracias a tu nota —contestó Charlie, sorprendido. Buscó en el bolsillo trasero de los vaqueros y sacó un trozo de papel muy sobado. Estaba sucio y húmedo, con muchas arrugas producidas al haberlo abierto y cerrado varias veces. Lo desdobló de nuevo y me lo mostró como prueba. Las letras desordenadas se parecían mucho a las mías.
«Voy a dar un paseo con Edward por el sendero. Volveré pronto, B.»
—Telefoneé a los Cullen al ver que no volvías, pero no contestó nadie —continuó Charlie en voz baja—. Entonces llamé al hospital y el doctor Gerandy me informó de que Carlisle se había trasladado.
—¿Adónde han ido? —murmuré.
Charlie me miró fijamente.
—¿No te lo dijo Edward?
Sacudí la cabeza, y me encogí, asustada. El sonido de su nombre dio rienda suelta a aquello que me mordía por dentro, un dolor que me golpeó hasta dejarme sin aliento; me quedé atónita ante su fuerza.
Me observó dubitativo, mientras contestaba:
—A Carlisle le han ofrecido trabajo en un gran hospital de Los Ángeles. Supongo que le prometieron montones de dinero.
La soleada Los Ángeles. Justo el último lugar al que ellos irían de verdad. Recordé mi pesadilla del espejo... La brillante luz del sol rompiéndose en mil reflejos sobre su piel...
Una auténtica agonía me recorrió al recordar su rostro.
—Quiero saber si Edward te dejó sola en mitad del bosque —insistió Charlie.
La mención de su nombre provocó otra oleada de dolor lacerante que me removió entera. Sacudí la cabeza frenética, desesperada por escapar de ese dolor.
—Fue culpa mía. Me dejó justo aquí, en el sendero, a la vista de la casa, pero yo intenté seguirle.
Charlie comenzó a decir algo, pero me tapé los oídos como una niña pequeña.
—No puedo hablar más de esto, papá. Quiero irme a mi cuarto.
Antes de que él pudiera contestar, salí a trompicones del sofá y me deslicé como pude hasta las escaleras.
Alguien había pasado por la casa de Charlie para dejarle una nota que le permitiera encontrarme. Una terrible sospecha empezó a crecer en mi interior en cuanto a lo que eso significaba. Corrí hacia mi habitación, cerré la puerta de un portazo y eché el cerrojo antes de correr hacia el reproductor de CD cercano a la cama.
Todo estaba exactamente igual que cuando lo dejé. Presioné la parte superior de la tapa del CD. Se accionó el pestillo y se abrió la tapa lentamente.
Estaba vacío.
El álbum que Renée me había regalado estaba en el suelo al lado de la cama, justo donde lo dejé por última vez. Levanté la cubierta con la mano temblorosa.
No tuve que pasar ninguna página, porque podía verlo en la primera. Las pequeñas esquinas metálicas ya no sujetaban las fotos en su sitio. La página estaba vacía salvo el texto que yo había garabateado a mano debajo de ella: «Edward Cullen, cocina de Charlie, 13 de septiembre».
No continué. Estaba segura de que había sido concienzudo.
«Será como si nunca hubiese existido», me había prometido.
Noté el suave suelo de madera en las rodillas y luego en las palmas de mis manos, y al fin, apretado contra la piel de mi mejilla. Esperaba poder desmayarme pero, para mi desgracia, no perdí la conciencia. Las oleadas de dolor, que apenas me habían rozado hasta ese momento, se alzaron y barrieron mi mente, hundiéndome con su fuerza.
Y no salí a la superficie.
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